lunes, 2 de marzo de 2009

Viaje al absurdo

Él...
¿ Diferente?








Sinopsis:
Ricardo es un funcionario de treinta y un años que vive acomplejado por ser heterosexual en un mundo Gay. Por otro lado está enamorado de Lucía, pero a pesar de las buenas relaciones entre ellos y las señales que se lanzan, no se atreve a declararle su amor, por miedo a ser rechazado y que trascienda su condición sexual entre sus compañeros.
Un día nota algo raro en su entorno, pero no se imagina lo que es, hasta que llega a su oficina. Allí le espera Gloria, una popular locutora de televisión, y pronto descubre que ha sido elegido para participar en un concurso conocido a nivel mundial. Él se debate entre su popularidad y su secreto. Viendo la posibilidad de conocer la naturaleza sexual de Lucía, acepta participar con la condición de que Gloria intente enamorar a Lucía. El concurso empieza y tras elegir a su compañero de viaje, una serie de acontecimientos le dan un giro brusco a su vida.
Gloria y Lucía terminan como pareja y aceptan que Ricardo sea padre de la hija de ellas, que engendrará Lucía, pero tras nacer ésta, las circunstancias hacen que él no les ceda la paternidad. Un delito poco claro lleva a Lucía a la cárcel y ésta le cede la custodia a Ricardo, pero Gloria huye con la niña y Ricardo intenta recuperarla, sufriendo una serie de penalidades que están a punto de hacerle desistir de su empeño e incluso desea perder la vida.
En un país extraño se ve obligado a confiar en personas poco recomendables. Con el paso del tiempo consigue olvidar a Lucía y encontrar una mujer, muy especial y carismática a la que llega a odiar, desear y amar, en un corto período de tiempo, estando a punto de perder la vida. Consigue huir y tomar un avión en última instancia, encontrándose dentro del avión a las personas que le devolverán las ganas de vivir.
Capítulo I “El Concurso”
Podría haber sido un día más de tantos en los que: te levantas, sales de tu casa y te encuentras junto a la puerta del ascensor con los vecinos de enfrente. Los saludas muy cortésmente y ellos te devuelven el saludo con la misma austeridad y cortesía de siempre. Pero esta vez Juanma me había mirado raro, con una miradilla sospechosa, y esa sonrisa de complicidad que le devolvió Ángel. No sé, me escamó toda la puesta en escena, en la que yo era el ajeno protagonista, tanta frialdad en sus miradas; mucha malicia en sus sonrisas y para rematar la mañana, el cuchicheo de Maru y Carlota (la pareja del primero “C”) roto al verme salir del ascensor.
Saludé con un ligero, casi imperceptible “Buenos días”. Sin atreverme a mirarles a la cara, caminé deseando perderlas de vista, aunque podía notar en mi nuca la mirada de los cuatro clavándose con saña.
El silencio entre ellos me ponía nervioso y me obligaba a caminar más deprisa, hasta que por fin doblé la calle, respiré hondo y aflojé el paso. No me atrevía a volver la cabeza, pero tras la esquina, por los escaparates del concesionario, una sensación de curiosidad me hizo volver la vista hacia ellos. Allí estaban los cuatro mirando hacia el lugar por donde me habían perdido de vista, cuando, como movidos por un resorte, los cuatro se miraron y comenzaron a hablar con claros visos de ser yo el tema central de sus cotilleos.
Seguí mi camino hacia el trabajo, preocupado por lo sucedido. No comprendía su aptitud que hasta ahora había sido correcta y natural. Caminaba abstraído hacia la parada del bus, sin poder quitármelos de la cabeza; contrariado miré el reloj para calcular mi tiempo, llevaba algo de retraso así que debía acelerar el paso para no perder el de las siete y media.
El calor del asfalto hacía que el frescor de la mañana apenas se notara. Sofocado y algo sudoroso me situé a un lado de la parada del bus. Con afán de no llamar la atención y así no descubrir los goterones que corrían por mis sienes, saqué de mi bolsillo un pañuelo mal plegado y algo mohíno con el que atropelladamente intenté secarme el sudor, pero el efecto fue contrario, al intentar disimular el pañuelo en un movimiento brusco, ocultándolo con mi mano ahuecada, la rapidez del movimiento hizo que una señora se girara hacia mí, provocando una avalancha de miradas, hasta que todos de la parada, para consternación mía, vieron como el sudor empapaba mi cabeza.
Con pesar guardé mi pañuelo y esperé paciente junto a los demás. El bus venía a tope como de costumbre y tuve que subir a empujones. Tras pasar mi bono por la máquina me dirigí por el pasillo a la parte de atrás, hasta que poco a poco el espacio fue reduciéndose, llegando a sentirme como en una lata de conservas, sin apenas hueco para moverse.
Había tenido suerte al situarme; por delante de mí una hermosa mulata de formas tersas y bien proporcionadas, que sin pudor se había colocado muy pegada con su redondo trasero casi rozándome, me alegraba el momento. A mi espalda no sé quién estaba, ni tenía interés en saberlo, me conformaba con oler el fresco aroma de la mulata y cerrar los ojos esperando disfrutar del delicioso perfume a magnolias que emanaba de su cabello.
En un frenazo del bus, la mulata perdió el equilibrio e hincó su trasero en mí, aplastando a mi hermano pequeño, que con los roces sucesivos con ella había perdido la compostura, y al tantearlo con su trasero, ella lo notó muy desproporcionado para un estado normal. Se volvió con cara airada, me dirigió una mirada que me hizo ruborizar. Avergonzado me di la vuelta y allí estaba él mirándome, musculoso y aseado, casi hasta la pulcritud; con resignación bajé la mirada hacia un señor calvo que había sentado al lado y fue entonces cuando el figurín se dio la vuelta y se pegó tanto que no cogía ni un sello entre nosotros.
No sé que se imaginaría, pero no dejaba de menearse de forma insinuante, hasta que pasó su mano por encima de mi muy apreciado, y me provocó un rubor mayor si cabe, que el que me había ocasionado la mulata. En un acto reflejo, me separé rápidamente de él, dándole un involuntario culetazo a la mulata que volvió a mirarme con desprecio. Sin saber donde meterme y sin decir palabra, me dirigí hacia un rincón del bus, que había quedado algo desahogado en la última parada.
Agobiado y muy coartado por mi condición sexual, desee por primera vez en mi vida haber nacido como los demás; ya era bastante tener que esconderme del acoso de los demás hombres y evitar mirar con deseo a las mujeres, para encima tener que aguantar cuchicheos de los vecinos.
Allí en el rincón, acorralado por la multitud y acosado por el musculoso engominado. ¡Qué dilema! Atrapado sin salida, incapaz de plantarle cara a ese forzudo, y sintiéndome culpable con la mulata por sentir placer al soñar despierto.
Y para rematar mis males, los que faltaban, los engreídos de Rubén y Carlos, que como guiados por un radar fueron a parar junto a mí. Muchas sonrisas postizas, falsas modestias, jaja, jiji, y a poner caras de complacencia con gestos de interés, mientras el musculoso se iba arrimando poco a poco y, yo me arrinconaba más y más, hasta que no me quedó más remedio que escudarme detrás de Rubén.
Después de un rato mirándonos fijamente, el fornido se nos vino encima, y después de unos tensos instantes, el muy animal, me sujeta por los hombros me da un beso en la boca y me dice <<"Tú eres Ricardo.¿Verdad?">>. Dios no supe como reaccionar, mientras Rubén y Carlos lo apartaban de mí, la mulata con la boca abierta se me acerca y agarrando mi mano me pidió perdón; por unos instantes me sentí en una nube, hasta que el mundo desapareció bajo mis pies y me encontré sin comerlo ni beberlo en la acera, a dos paradas de mi destino.
No sé como fue, pero no me di cuenta de nada, hasta que me quedé solo en la parada y el autobús se había marchado. Definitivamente llegaría tarde al trabajo, pero si esperaba al siguiente bus aun llegaría más tarde, así que enfilé hacia el curro a buen paso; el cuello del polo me apretaba casi hasta ahogarme, y empezaban a marcarse unas horribles manchas húmedas en mis axilas. El Sol empezaba a picar alto y las personas con las que me cruzaba me miraban y murmuraban entre ellas, ya no sabía si es que tenía algo en la frente o era mi ropa la que llamaba la atención, tan sólo sé que todo me parecía muy extraño, hasta que me paró una japonesa y me pidió un autógrafo. “El mundo se ha vuelto loco” Pensé, me pide un autógrafo a mí, me puse muy nervioso, ¿quizás me parecía a alguien conocido?.
Creía que había llegado el colmo de mis males cuando me di la vuelta para despedirme de la japonesa y vi a un grupo de gente con una cámara grabándome, esto ya era el absurdo más surrealista que jamás en la vida podía haber imaginado. Aceleré el paso, casi corría, ya no me importaban las manchas de sudor de mis axilas, ni los goterones que caían a plomo por mi frente nublando mis ojos, ahora toda mi obsesión era llegar al trabajo, y despertar de la locura que estaba viviendo.
Por fin se veía la oficina a lo lejos; dentro de poco estaría en santuario, donde durante ocho horas todos éramos iguales, sin temer a que te miren porque en el fondo, aunque era el jefe, me sentía como uno más entre mis compañeros.
No faltaban ni cincuenta metros para entrar en el edificio, cuando se me apegó un andrajoso mendigo con pintas de no haberse lavado al menos en un mes; olía fatal, a cuadra rancia, y de sus cabellos colgaban pedacitos de polvorienta borra. Me pidió un cigarrillo y se enfadó muchísimo al negárselo, pero qué diantre, yo no fumo. Venía tras de mí despotricando y llamándome de todo; odio que me griten, aunque sea un desgraciado, pero si me llaman por mi nombre sin conocerle, aún me molesta más. No sé como pudieron averiguarlo, él o el del autobús, aunque en el fondo ya no me extrañaba nada. Seguía hacia delante sin mirar atrás, mientras él continuaba azuzándome con sus odiosas palabras <<“Ricardo eres un roñoso”>>. Abochornado, era seguido por el andrajoso cabroncete que no paraba de gritarme, hasta que no pude más, saqué mi cartera y busqué algo suelto, pero el destino se había aliado con mis adversidades, no tenía suelto, así que sin pensarlo dos veces, ante el sofoco que estaba haciéndome padecer ante la mirada atenta de todos los que pasaban, saqué un billete de cinco lerdos y se lo puse en la mano. Sin esperar contestación seguí caminando.
El remedio fue peor que la enfermedad, ahora no me gritaba roñoso, pero seguía pegado a mí con el billete en la mano, ondeándolo como si se tratase de una banderita, mientras seguía gritándome <<“¡Guapo! ¿Te quieres casar conmigo?”>>. Era horrible, ni en mis peores pesadillas hubiera imaginado un día así.
En mi mente sólo estaba el llegar cuanto antes a la oficina y perder de vista la calle, pero cuando estaba llegando, una nube de personas se arremolinaron en torno a mí. Incomprensiblemente algunos hombres de los que estaban esperándome me obsequiaban una flor e intentaban besarme. Como pude intenté escabullirme, pero fue entonces cuando una rubia excesivamente provocativa con un micrófono en la mano, me sujetó por el brazo y me arrastró hacia un hueco entre la multitud. Entonces empezó la pesadilla...
- Gloria Puch desde la plaza Consistorial, retransmitiendo en directo para canal Showland... –guardó una pausa y contempló como temblaba sin apenas inmutarse– Hoy tenemos con nosotros al soltero más votado por la audiencia...
- Perdone debe haber un error, creo que se equivoca –corté a la rubia, intentando evitar que la mirada fuera a parar a su generoso escote.
- ¿Es usted Ricardo Hernández?
- Sí, claro –contesté algo contrariado.
- Entonces no hay ningún error... –con una provocadora sonrisa, me guiñó un ojo y siguió hablando hacia la cámara– El señor Ricardo como pueden ver es muy tímido, pero eso va a cambiar... ¿Verdad chicos? –dirigiéndose hacia los congregados parecía enardecerlos con sus gestos hacia mí.
El mundo se me vino encima, el mundo y unos histéricos que se tiraron encima de mí, como si fuera una ganga en las rebajas. Sentía cientos de manos sobándome por todas partes; un pellizco en uno de los pendientes del hermanito, me plegó, haciendo que elevase las piernas pateando todo lo que pude. Un grito de auxilio me salvó la vida, pero literalmente, porque esos caníbales empezaban a destrozar mi ropa. No sé como pudieron liberarme esos gorilas de la tele, pero me los iban quitando de encima uno a uno como si fueran de papel.
- Vemos que es muy popular, –gritó Gloria eufórica, para animar a la audiencia– pasemos ahora a su lugar de trabajo para ver que opinan sus subordinados; sí han oído bien, este hombre “Soltero” –puntualizó la reportera– Es funcionario y directivo..., –hizo una pequeña pausa mientras le iban dictando a través del audífono– además, entre otras cosas posee un apartamento muy confortable en el centro mismo de la ciudad, y un duplex en la costa –mordiéndose el labio, cerró parcialmente un ojo y miró hacia arriba.
Poniendo cara de interés, me ensalzó para motivar a la audiencia, después de indicarle sus colaboradores, que las llamadas entrantes estaban a punto de colapsar la centralita del canal.
- Por favor ¿A qué viene esto? –pregunté aterrado dentro de mi desesperación.
- Ha sido elegido entre mil trescientos candidatos como el soltero más interesante del año –dijo extrañada ante mi pregunta.
- ¡Pero yo no he pedido serlo! –conteste enfurecido.
- Sus compañeros de trabajo le pusieron en la lista y la audiencia le ha elegido. ¡Vamos, alegre esa cara! Que en dos minutos pasamos de nuevo a directo y le están viendo doce millones de telespectadores.
Su sonrisa me resultó sarcástica, allí estaba flanqueado por los dos gorilas que me habían rescatado de ese grupo de histéricos, y ella, la sonrisa perfecta. Me estaban entrando unas ganas locas de borrarle su sonrisa con un beso en sus perfectos labios, a ver qué le parecía a la audiencia, que el soltero del año besara a una mujer. Por primera vez en la vida estaba arrepentido por mantenerme aséptico ante el mundo; encerrado en mis cuatro paredes, ajeno a los programas realiti de la tele. Al fin caía. “El soltero del año”. Había cambiado el canal de noticias justo cuando lo anunciaron. Empezaba a comprender el motivo de los cuchicheos de los vecinos, la escena del autobús, el desarrapado, aunque éste no sé como se enteró, pero aquello se salió del tiesto y, cuando me subieron a la oficina casi en volandas, entonces sí que empezó el verdadero show...
- De nuevo en directo, les saluda Gloria Puch. Nuestro hombre está ansioso por pasar a la segunda parte de este concurso, “¿Quién me quiere acompañar?”. Esta parte es sin duda la más interesante para nuestro protagonista... –hablaba sin parar, parecía una grabación– Ahora Ricardo elegirá al azar diez números de los miles que nos han llamado. ¿Emocionado? –Gloria pasándome el micro, aguardaba impaciente– Vamos di algo –al cabo de un rato sin contestar; Gloria haciéndome gestos, me provocó sin borrar la sonrisa de su boca– Nuestro tímido soltero está ansioso por elegir a los candidatos.
- Perdone pero yo no quiero participar en este circo –susurré encandilado por sus prominentes encantos.
Este mundillo me vendrá grande, no soportaré pasar de una vida de tranquilidad plena sumido en mis pequeñas manías, a una vida de ajetreada fama; si Lucía me acompañara en este periplo, al menos sólo por eso merecería la pena seguir adelante. Pero ella está demasiado apartada de las cámaras, apenas la veo, no es como el resto de los compañeros, ellos harían un imposible por estar en mi lugar. No, a ella creo que no le gustaría, pero sería tan bonito.
Esta mujer no deja de mirarme de reojo, me pone nervioso, debo calmarme, no mirar a nadie. Piensa en blanco Ricardo, mira hacia los focos y no pienses en nada.
- Nuestro afortunado ganador está algo nervioso –forzando una sonrisa hacía oído para escuchar que le estaba diciendo.
- No quiero participar en este circo –volví a susurrar, pero esta vez en su oído.
- Perdonen un momento, nos vamos a publicidad, pero no se levanten de sus asientos, puesto que después, nuestro soltero elegirá a los afortunados finalistas –dijo nerviosa sin dejar de mirar a la cámara que le daba señal–. Corten –haciendo señas a los cámaras–. ¿Qué es eso de: “No quiero participar en este circo”? No tienes ni idea del despliegue que hemos realizado para subirte a lo más alto.
- Y se lo agradezco, pero estas cosas deberían preverlas antes de lanzarse.
Gloria haciendo gestos a uno de los regidores, me dejó en compañía de los dos fornidos guardias, que no me quitaban ojo de encima.
- Sabes Ricardo, yo también soy soltero, y no sabes lo que envidio al afortunado que pase un mes entero contigo –me susurró al oído uno de los guardas.
Con gesto forzado obsequié una de mis mejores sonrisas al forzudo de camisa ajustada, esperando un descuido para escabullirme por un lado, pero al tapar la luz de los focos con mi mano, haciéndola de visera, me di cuenta que estaba totalmente rodeado y que donde más seguro estaba era aquí, protegido por estos dos muebles humanos. Entre los que me rodeaban, busqué desesperadamente el rostro amigo de Lucía, pero no estaba allí, seguramente estaba decepcionada creyendo que soy homosexual; sí, eso es, ella es como yo y no lo sabe, debo solucionarlo cuanto antes, pero ahora que se ha marchado la rubia, estos dos no me quitan ojo de encima.
Gloria fue a un rincón de la oficina, detrás de los focos, buscando un poco de tranquilidad para hacer una llamada.
- Sí –escuchó Gloria a través del auricular.
- Soy yo. El concursante dice que no quiere seguir adelante –confesó Gloria al productor.
- Lupe localiza al suplente por si acaso –se escuchó desde el otro lado– Gloria, ve con Roger e intentar convencer a ese idiota, ofrécele la Luna si hace falta pero lo quiero dispuesto y participativo. ¡Ah! No me vale un no.
- Como quieras –dijo Gloria haciendo burla al sentir que le había colgado–. Roger ven, vamos a encandilar a ese paleto, hay que ganárselo como sea.
- Si quiere sexo, estoy dispuesto a dárselo, por ti encanto haría hasta un imposible –sonreía Roger cogiendo la mano de Gloria.
- Ya te digo. No sé como sigues ahí –sonreía Gloria.
- Por tener algo de clase y ser escrupuloso –dijo Roger mientras gesticulaba con cara de asco.
- En este negocio hay que aparcar los prejuicios y entender que nuestro cuerpo es una herramienta más que nos puede servir. Tan sólo hay que cerrar los ojos y hacer un poco de teatro, solo eso –Gloria pasó la mano por la cintura de Roger– Si me gustasen los hombres mataría por estar contigo –le pellizco el trasero y soltó una sonora carcajada.
Roger dio un pequeño saltito intentando zafarse del apretón, mientras observaba la figura iluminada de Ricardo, pensando para sí, lo mal repartido que estaba el mundo; ahí tenía delante suyo a ese morenazo de ojos verdes y mentón prominente, aunque algo flaco para su gusto, que podía comerse el mundo con un chasquido de sus dedos y pasaba de hacerlo. Mirando a su alrededor observó todos aquellos histéricos que envidiaban la suerte de Ricardo o deseaban estar a su lado; luego miró a Gloria y envidió su estatus, aunque no envidiaba los sacrificios que debía hacer para mantenerse tan chic. Siguiendo su juego extendió la mano hacia ella.
- Cuanto dinero han ganado los cirujanos con este cuerpo –comentó Roger en tono pícaro, mientras sujetaba por la base uno de los senos de Gloria.
- Hay que cuidar la herramienta que nos da el pan –adujo Gloria riendo.
Les veía venir, los dos con rostro sonriente como si allí nada hubiera pasado. Cuando llegó a mi altura el acicalado acompañante de la locutora, se me antojaba harto empalagoso en modos.
- Hola corazón, soy Roger –se presentó.
- Hola –dije aterrado al verle tan seguro de sí mismo.
Me cogió de la mano y me llevó a una de las sillas de la oficina que estaba arrinconada. Temía reaccionar intempestivamente molestando al tipejo, a pesar de que era demasiado relamido para mi gusto, y me hablaba con aires de padre confesor; ¿y Gloria? Ahí estaba quieta mirando como me llevaba de la mano, igual que si fuera un niño al que hay que decirle lo que debe hacer. Me sentía fatal incapaz de negarme, dejándome llevar por él, aunque en el fondo deseaba desaparecer, olvidarme de todo y despertarme en casa como si nada hubiera pasado.
Miré hacia la derecha, ahí estaba Lucía, me miraba como sólo ella sabía mirarme, dándome alas a intentar un acercamiento; me aplaudía, quizás quería que siguiese, no sabía que hacer, si por lo menos fuese clara sabría a qué atenerme, pero ella es tan opaca cuando hablamos.
- Dime corazón, que te preocupa ¿Tienes miedo a la popularidad? –preguntó Roger en tono cariñoso.
- Prefiero pasar desapercibido como hasta ahora.
- Eso ya no es posible, tus ojos verdes se han visto por todo el mundo, los medios de comunicación del País no paran de describirte: uno ochenta, moreno, bien colocado... –seguía hablando sin parar– En estos momentos eres más popular que Gloria, más que el Presidente –me acariciaba la mano mientras con la otra me tocaba la cara– ¡Uy! Que áspero, eres muy descuidado.
- Bueno pero si sacáis ahora a otro, –intentaba cambiar de tema– toda la popularidad se la pasáis a él y ya está.
- No es tan fácil corazón, se ha lanzado una campaña de publicidad millonaria, ahora estás en todos los carteles de promoción y tu cara sale hasta en los pañales de los niños. Que se le va a hacer, tenga pan el que no tiene dientes.
- Mira, esto se me hace muy grande, yo no puedo salir ahí y hacer el paripé de esa manera, no va conmigo –me excusaba una y otra vez ante la ceguera del lechuguino.
- Dios da pañuelos a quien no tiene mocos. Mira corazón piensa que eres la persona más afortunada del planeta, en estos momentos eres el hombre más envidiado del mundo y, no hay país donde no se conozca tu rostro.
- Pues que bien –comente decepcionado ante tan desafortunada popularidad.
- Tenemos a dos millones de llamadas capturadas en centralita, que reportan doscientos mil lerdos al minuto y están esperando, gastando su dinero por ti, porque sueñan con ser tu pareja, muchos llevan más de media hora colgados esperando a ser tu elegido –con excesiva teatralidad movía las manos mirando al techo.
- Por favor déjame la mano que me pones nervioso –ya no aguantaba más el juego de manos que se traía conmigo, y no deseaba seguir adelante con el concurso.
- No te entiendo cariño, –poniendo cara de éxtasis fue recitando– es una suerte que te ha caído: cincuenta mil lerdos, un mes de vacaciones idílicas junto a la persona que elijas, un año garantizado de popularidad...
- El dinero no me hace falta –corté sus suaves modos, sin dejar que terminase de enumerar todas maravillas que me habían caído del cielo.
- Con treinta y un años. ¿Todavía no has sentido la necesidad de poner un hombre en tu vida? –me dijo con ojos tiernos.
Había puesto el dedo en la yaga, será posible que en un mundo de cuerdos yo sea uno de los pocos locos que desafiaban las reglas sociales. Quizás sea una persona anormalmente desarrollada, una mujer con cuerpo de hombre, un bicho raro en un mundo extraño y antinatural. Quedé callado unos minutos con la cabeza baja mirando al suelo, avergonzado por mi condición e incapaz de salir del armario.
Los tiempos cambian muy deprisa y cada vez son más los heterosexuales que salen del armario y declaran su condición, pero a pesar de lo vanguardista que resulta ese toque de modernismo en la heterosexualidad, no es para una persona totalmente anónima y cohibida, de sobrias y arraigadas costumbres tradicionales como yo. Seguramente mi temor es por el que dirán; si se conociera que deseo a una compañera de trabajo, sería el fin para mí o en el mejor de los casos el rechazo general de mis compañeros.
Con la mirada perdida entre los focos, reflexionaba: por otro lado, no soportaría el rechazo de Lucía, más aún perder su amistad sería un duro golpe, e incluso sería incapaz de mirarla a la cara viendo una mirada de reproche en ella, pero las señales que nos mandamos son tan claras. Debería pedirle que venga a cenar a casa y explicarle todo...
- ¡Hola! ¿Estás ahí? –preguntó el joven amanerado liberándome de la abstracción.
- Perdone, me he distraído unos instantes –confesaba mi bloqueo mental ante los acontecimientos.
- Mira corazón, tienes una edad muy buena para encontrar pareja, si pierdes esta edad no te será tan sencillo.
Su cara de bueno y su bigote recién depilado, marcaba un tono rojo intenso en su labio superior, dibujado entre una incipiente barba decolorada en un blanco albino difícilmente perceptible a distancia, aunque remarcaba su barbilla.
- ¿Qué depilatoria usas? –pregunte intentando esquivar el tema.
- Cera tibia ¿La has probado? –dijo, poniendo gran interés en agradarme.
- No me depilo –contesté indiferente
- ¡Uy! Que horror, no me extraña que no tengas pareja todavía –torciendo el labio cerró los ojos, a la vez que movía enérgicamente la cabeza como si hubiera sufrido un escalofrío.
- No me agrada sufrir para gustar –miraba con cierta repulsión.
- Eso va a cambiar guapetón, te vamos a dar la vuelta estos días, pero ahora hemos de seguir con el guión del programa, vamos a hacer de ti una persona nueva –decía mientras me daba golpecitos en la rodilla.
- ¡No! Espera, es que no me interesa –casi sin argumentos, intentaba hacerles desistir.
Escuchándole, comenzaba a picarme el morbo por el tema, aunque la idea de elegir a un hombre como pareja me horrorizaba, no tanto como al principio claro, puesto que sólo estaba obligado a compartir viaje con un afortunado, histérico y visceral. Por otro lado si me inclinase por seducir a Lucía y ella me aceptase, sería una señal inequívoca de que sentía algo por mí.
- No dejes perder tu oportunidad de dejar de ser un solitario, o el tiempo te hará un amargado. ¡Sígueme! No pienses y déjate llevar, yo sé como hacer de ti un hombre diez –dijo seguro de su encanto.
- Tengo miedo, no va conmigo –arrastrándome de la mano, me llevó donde estaba Gloria.
- Relájate, suéltate un poco y déjame hacer a mí –sin darme opciones me arrastró de la mano.
Me sentía como en una nube, en el fondo me debatía entre los deseos de ser el centro de atención y dejar mi heterosexualidad oculta tras la pantalla del concurso, o la oportunidad de salir del armario y arrastrar conmigo a la persona que amaba, pero, y si ella no sentía lo mismo por mí o prefería seguir en el anonimato.
- No puedo seguir adelante, porque tengo un problema –un sofoco enrojeció mis mejillas.
- Dime corazón, los problemas son mi especialidad, yo me los devoro a pares –dijo con aire de seguridad.
- Soy heterosexual –dejé colgado en el aire mi confesión y el silencio se hizo entre nosotros.
- Mira que lo sabía, un hombretón tan guapetón soltero, esto me desborda... –indeciso si seguir a mi lado o marcharse no paraba de girarse hacia mí y hacia ella– Gloria, Gloria ven. –gritaba como un histérico mientras corría hacia la presentadora.
Por unos instantes se quedaron parados mirándome, pero luego ella se dio la vuelta y paso su brazo por el hombro a Roger, dándome la espalda.
- Esto es muy fuerte, si sale a la calle será un bombazo, nos hundirá, será nuestra ruina. –cogió su móvil y marcó en la memoria– ¿Carlos? Soy Gloria, tenemos un problema con el concursante.
- ¿Qué le pasa? –preguntó Carlos en tono conciliador.
- No quiere concursar –dijo Gloria sin dar más explicaciones.
- Convencerlo como sea, la audiencia está desbordando la centralita, ese hombre es una mina, ofrecerle dinero, tienes un talón en blanco... –por un instante guardo silencio– bueno, tú ya sabes los límites, pero no quiero un no por respuesta.
- Es hetero –respondió Gloria en un intento de convencer a Carlos.
- ¿Qué dices? –preguntó Carlos incrédulo.
- El soltero es heterosexual “Le gustan las mujeres” –puntualizó Gloria.
- ¿Qué le gustan las mujeres? La santa madre que lo parió, ese hombre ha de aparecer como una persona normal, dale lo que pida: que elija él a los veinte finalistas; que se vaya de viaje con el que quiera; lo que sea. Primero que concurse y que luego haga lo que le dé la gana, pero ahora quiero que ese hombre sea una bomba sexual para los ocho millones de telespectadores de todo el mundo que lo apoyan.
- Lo intentaré, pero no te garantizo nada –dudaba Gloria.
- Sí bonita, sí me lo garantizas o las ultimas letras de ese bonito culo que te has puesto las vas a pagar con el seguro de desempleo... –la conversación se cortó.
- Ese mamón no me va a hundir –murmuró en voz baja– Ven conmigo, sea como sea a ese, le van a encantar los hombres, va a aceptar a sus veinte afortunados y terminará yendo en ese maldito crucero –enfurecida arrastraba del brazo a Roger.
Se les veía acalorados, discutían, sin parar de echarme miraditas. Empezaba a arrepentirme de habérselo confesado a Roger. Si lo aireaban por antena, quedaría francamente mal; a nadie le gusta que le señalen con el dedo cuando va por la calle, ni los cuchicheos de los vecinos y las miradillas de los compañeros. Realmente todo me importaba poco, sólo me preocupaba la opinión de Lucía, y ese pensamiento era lo que me atenazaba en el sitio. Con los ojos cerrados deseaba que no se airease, por lo menos hasta conocer el parecer de ella. El arrepentimiento no me dejaba tranquilo.
- Ricardo, hemos estado hablando y creo que lo más conveniente para todos es que no salga a la luz tu heterosexualidad –me confesó Gloria poniéndome la mano sobre el hombro, y retirándola de inmediato al darse cuenta que inconscientemente, había fijado mi vista en su pecho.
Por un instante me sentí aliviado, pero por otro lado me estaba traicionando a mí mismo.
- Es muy violento, ahora comprenderéis el porqué de mi aptitud –seguí intentando eludir el problema.
- Mira guapo, yo puedo acompañarte al crucero, allí podríamos intimar y te mantendría alejado de tu pareja en los momentos comprometidos –los movimientos de su boca, resultaban más insinuantes que las palabras que atormentaban mis oídos.
- ¿Me estas proponiendo sexo? –sugerí bromeando.
- ¿No te gusto? ¿No soy tu tipo de mujer? –flexionó el torso hacia mí, dejando ver la plenitud de su escote, provocando mi admiración ante esa perfección de curvas.
- No, no es eso, eres muy guapa y tienes el cuerpo más bonito que haya visto jamás –casi babeaba, y me era muy difícil mantener la vista en sus ojos.
- Pues estaría a tu disposición para ti solito –ese guiño me perturbó más si cabe, si no fuera, porque mi mente todavía se mantenía firme hacia Lucía.
- ¿Te gusto? No puede ser –insinué provocador.
- No soy una desviada como tú, pero sé devolver favores –dijo acariciándome la cara.
- ¡Ah! Comprendo, no te importa acostarte conmigo si a cambio sigo al pie de la letra tus instrucciones –sus artes eran muy convincentes, pero el pensamiento hacia Lucía seguía bloqueando el desear a Gloria.
- Veo que vas comprendiendo –sonreía ella.
- Pues, no es eso lo que yo querría, pero sí podríamos llegar a un arreglo –comenté sin segundas intenciones.
- Está bien ¿Cuánto quieres? No soy una mina de oro, así que no te pases –cambiando de estrategia la sensual mujer se había transformado en hábil negociadora.
- Pon tú un precio y yo pondré las condiciones –comenté sin saber que decir.
- Cien mil lerdos, y me firmas el contrato –ofreció con rostro inexpresivo.
- No es que sea una cantidad despreciable, pero... –aturdido ante la indecencia de tan desorbitada cantidad, dudé.
- Ciento cincuenta mil, y no tenses mucho la cuerda –con su rostro impenetrable, seguía con la mirada clavada en mis ojos.
La cosa empezaba a ponerse interesante, ahora sí que podía decir que me había tocado la lotería, podía liquidar la hipoteca, disfrutar unas vacaciones de ensueño y aguantar a mi lado a un sobón. Uf, la tentación quedaba disipada solo de pensarlo, pero el dinero y la posibilidad de averiguar la condición sexual de Lucía, eran todo un reclamo. Así que intenté probar suerte.
- No, el dinero... –aturdido ante mi suerte no acertaba a hablar.
- De acuerdo –Gloria me cortó sin darme tiempo a negociar otro tipo de favor a cambio del dinero, pero su expresión severa no me daba buen aura.
- No, si... –seguí balbuceando.
- Doscientos mil y no digas nada más, firma y no abras la boca hasta que yo te lo diga, si rechazas la oferta me doy media vuelta –en sus ojos se podía visualizar la rabia que llevaba dentro.
Se me había nublado el sentido, con ese dinero podía salir del armario sin temer las consecuencias.
- Es una oferta tentadora, la acepto condicionada a que me hagas un favor –a duras penas pude disimular la cara de felicidad al escuchar la oferta.
Su cara cambió, volviéndose agria como un limón, se levantó de la silla y por un momento pensé que la había fastidiado, que la cuerda se tensó demasiado y se había roto, pero ella volvió sobre sus pasos con su cara cambiada, en su rostro se dibujaba una sonrisa de victoria, fue entonces cuando creí que había hecho un buen negocio, a medias.
- Bien estoy conforme, ahora firma aquí y no abras más la boca para nada –como una locomotora me arrollaba sin darme tiempo a leer nada.
- Y cómo sé que respetarás la parte no escrita del contrato –le dije mirándola a los ojos.
Con estilográfica, en la parte de atrás del documento escribió unas líneas, en ellas añadía las condiciones modificadas y firmó. Cual sería mi asombro cuando vi la bonita cifra de: “Doscientos mil lerdos”, escritos en una caligrafía envidiable.
- Toma y ahora firma –me apremiaba.
- Y la otra parte del trato –le dije teniendo presente a Lucia.
- Tienes mi palabra, y no suelo romperla –guiñó un ojo y me beso con suavidad en los labios.
- Pero aún no te he dicho lo que quiero que hagas por mí –insistía esperando su asentimiento.
- Firma, haré todo lo que me pidas siempre que no te pases de la ralla –seguía insistiendo nerviosa.
Pegada a mí, empujó con su pecho mi brazo. Su tacto provocó en mí una parálisis emocional. En mi mente seguía presente Lucía, pero ese suave roce en mi brazo parecía haberle anulado por completo su dependencia del resto de mi cuerpo, dejándose llevar, como si fuera una extensión del pecho de Gloria. Con cara de satisfacción firmé el contrato, justo debajo de la parte escrita por Gloria, y he de reconocer que desmejoré mucho la belleza caligráfica del folio con mis dos líneas y la firma.
- Ya está, confío en tu palabra –le insistí mirándole a los ojos.
- ¿Qué pasa? ¿Quieres un anticipo ahora? –preguntó provocadora dándome un beso en la mejilla.
- No –contesté alelado mirando sus contoneos al alejarse.









Capítulo II “Lucía y Gloria”
Sí, tanto si sí, como si no, necesitaba calmar mi ansiedad ante Lucía, así que debería proponerle a Gloria que la intentase conquistar. Me lo debía a mí mismo, para descansar de una vez y mirarla de una forma diferente o seguir comiéndomela con los ojos.
En ese instante me sentía flotar, sólo pensar que Gloria me iba a ayudar a despejar mis dudas sobre los sentimientos de Lucía hacia mí, sería la compensación a mi sacrificio, pero, ¿y si al final ellas se entendiesen? habría sido culpa mía. Debía calmarme, el corazón parecía que me iba a explotar. Gloria era muy sexy, no sabía que hacer.
Piensa en Lucía Ricardo, que bella es, me trae loco; si me hiciera señas la vería, y le sonreiría, pero que va, demasiado jaleo para atenderme. No seas un estúpido nostálgico, solitario y diferente a los demás. Ponte serio, se te nota la cara de bobo al pensar en ella. ¡Dios! Calma, sólo es un concurso. Demasiada gente a mi alrededor, me estoy agobiando, y estos focos que no paran de apuntarme.
Imbécil no lo hagas, que Gloria es una devoradora, te la va a quitar. No, ella es más sofisticada que todo eso. Debo calmarme, respirar, expirar, otra vez. Hincha el pecho Ricardo, no debes mostrarme nervioso, se te nota mucho. Por favor que no venga Roger, me pone enfermo. Todos me miran y no sé que hacer, como debo comportarme, ¿llevaré bien el nudo de la corbata? ¿Se verán las marcas del sudor en mis axilas? Si sonrío se notará mucho mi estado de ansiedad, mejor guardo las formas. ¿Qué estará haciendo Gloria? ¿Por qué no viene ya? Piensa en el dinero, en lo que harás con él. Adiós hipoteca, quizás me tome en serio sacarme el carné de conducir. Sí, un cochecito me vendría bien, no muy grande, rojo, con Lucía de copiloto. Despierta que me están mirando, ya vienen.
Algo más tranquilo me hice un repaso de arriba abajo comprobando mi estado de revista. Toqué con disimulo la manga de mi camisa y tiré de ella hacia atrás para ocultar las marcas que el sudor habían dejado, plegando los brazos y tapando cualquier resquicio que me delatase. Con la boca abierta para pedirle a Gloria lo que deseaba como pago de la segunda parte del acuerdo, vi como se daba la vuelta regresando sobre sus pasos. Al verla indiferente a mí.
- Luego, cuando terminemos, quiero que hablemos –le grité a Gloria llamando su atención.
- ¡Hablaremos! El público espera, –su cara dejaba entrever un gesto de repulsión. Girando sobre sus pies, dio dos palmadas al aire para llamar la atención de su equipo– llevamos una hora emitiendo para cubrir espacio –recordó a uno de sus regidores–. Bien chicos en treinta segundos pasamos a directo; pásame la lista de los veinte afortunados que van a lanzarnos fuera de órbita en audiencia.
- ¿No tenía que elegirlos yo? –pregunté desconcertado haciendo fe a las palabras de Gloria con su público.
- En que mundo vives, sabes lo que tardaríamos en elegir veinte personas de entre cerca de cuatro millones de llamadas. Se hace una selección antes de incluir los teléfonos, así sabemos que los perfiles cuadran con lo que buscamos.
- Gloria en cinco, cuatro, tres, dos, adelante –el regidor indicó a Gloria.
Se encendieron los focos y como movida por un autómata, Gloria extendió los labios y sacó una espléndida sonrisa que mostraba su magnífica dentadura. Cuando el foco cayó sobre mí, me cegó dejándome medio atontado, incapaz de reaccionar ante las cámaras.
- Buenos días de nuevo. Después de una ardua selección, nuestro hombre ha elegido al azar entre casi cuatro millones de llamadas, a las veinte que van a competir por hacerse un hueco en su corazón. Bien Ricardo, ¿cómo andamos de nervios?
- Francamente estoy muy nervioso, no he pasado nunca por un trance como este –dije sin saber a donde mirar.
- Precisamente por eso es por lo que estás aquí en estos momentos. Para que salves este escollo y encuentres a tu alma gemela dentro de esta lista de veinte afortunados que el azar ha puesto en tus manos. Puedes leer los tres primeros afortunados... –tras una pausa me dio paso.
- Adolfo Castelar Lago de Terife; Ángel Muñoz Zarina de Cabriana; Antonio Marel Cantero de Izai –intenté leerlos lo mejor posible, pero la voz me tremolaba ligeramente, incapaz de controlar mis nervios.
- Ya tenemos a los tres primeros afortunados, y a diferencia de ediciones anteriores, en esta ocasión hemos cambiado el formato al que estaban acostumbrados. En esta edición, noche tras noche durante los próximos diez días, nuestro hombre pondrá a prueba a tres candidatos, de los que dos serán eliminados uno por el propio Ricardo y otro por la audiencia, de modo que el ganador de la noche se enfrente a dos nuevos candidatos que Ricardo irá desvelando al final de cada programa, y así hasta la última noche, en la que se enfrentarán el último de la lista, al superviviente de los nueve programas y a un concursante inesperado, que saldrá de entre los dieciocho eliminados y que será elegido por la audiencia para enfrentarse a los otros dos candidatos. ¿Emocionado? Ricardo –me preguntó pillándome desprevenido.
- Sí, claro –sin saber que decir.
- Y lo mejor viene el día diez, cuando nuestro hombre elija a su pareja diez, con el que iniciará un idílico crucero por el pacífico en el que día a día una servidora seguirá de cerca a la feliz pareja y les irá comentando el vídeo de los momentos más interesantes vividos por nuestra pareja... –guardo silencio por unos momentos mirando a su cámara con gesto sonriente–. Ahora me despido de ustedes y les espero mañana noche, para el primer asalto entre los afortunados. Buenos días y hasta la noche, sean buenos –haciendo gestos a la cámara– Fuera video.
Gloria saludó con la mano elevada dándose una gracia excitante, mientras hinchaba el pecho aprisionado por esa blusa que nada tapaba y mucho insinuaba. La verdad que esa mujer me ponía, pero el hecho de pensar que no le iban los hombres, me cortaba mucho, por otro lado la que de verdad me ponía y me hacía suspirar por ella era Lucía, y ahora tenía la herramienta perfecta para conocer sus gustos.
- Gloria ¿Te parece que comamos juntos para ultimar los... ? –con gesto impaciente y muy nervioso, sujeté por la muñeca a Gloria.
- ¡No esperes que sea tu esclava durante los próximos cuarenta días! –exclamó cortándome secamente – Satisfaré tus necesidades sexuales cuando me apetezca y punto –con brusquedad soltó su muñeca de mi presa– Roger te pondrá al día de todo y te resolverá tus dudas –dio media vuelta y me dejó con la palabra en la boca.
- ¡No quiero sexo de ti! –le solté.
- ¿No te parezco atractiva? –giró sobre sus pasos con cara de estúpida.
- O sí, muy explosiva, sí –le confesé– pero necesito que me hagas otro tipo de favor –le miré con cara de cordero degollado.
- Está bien a las dos en punto, pasarán a buscarte, sé puntual. Ciao.
Me beso en los labios dejando impregnado en ellos un agradable sabor a frambuesa, y el roce aterciopelado de sus labios me erizó el vello, dejando en mí una sensación jamás vivida. En ese momento se apagaron los focos, y regresé al mundo real.
Allí estaba rodeado por mis compañeros y un numeroso grupo de seguidores del programa; al ver el alboroto levantado me sentía incapaz de ocupar mi mesa. Al sentir como todos me miraban esperando el momento para felicitarme, todos menos Lucía, a ella no la veía, me sentí cohibido e incapaz de moverme del sitio.
Uno tras otro fueron pasando: ellos, ellas, todos menos Lucía. Al no verla allí, el corazón me dio un vuelco. Los demás eran invisibles para mí, solo mis ojos estaban programados para verla a ella, aunque por más que la busqué por los rincones, no la pude hallar. Sin darme cuenta que era rodeado, me alzaron en volandas paseándome por toda la oficina, hasta que noté una mano que tocaba mis genitales, entonces me di cuenta que debería pedir una excedencia, puesto que la oficina, ya no era segura. Me conocía mucha gente y sabían donde trabajaba, definitivamente debía dejar el trabajo por un tiempo.
Los dos hombretones que me salvaron en la calle, volvieron a hacer de ángeles de la guarda. Uno de ellos recogiéndome en sus brazos, me susurró al oído “No sabes dónde te has metido encanto”. Esas fueron sus únicas y demoledoras palabras, que no estaban faltas de razón.
Escoltado por los dos armarios con piernas me dirigí hacia la salida, allí estaba Lucía tras la puerta, se acercó a mí y dándome un abrazo me besó en la mejilla.
- Que seas muy feliz Ricardo, espero que encuentres a tu pareja ideal.
- Gracias Lucía –esas fueron las únicas palabras que supe decirle a la mujer que tenía ocupado todo el espacio libre de mi corazón.
Sin dejarme solo ni un instante, los dos hombretones me acompañaron al restaurante que les había indicado Gloria, y gracias a ellos, fui bastante puntual sí señor, allí estaba como un clavo a las dos en punto. Claro que ella no lo fue tanto, aparecía a las tres pasadas, y para entonces, yo había acabado con unos colines, que adornaban la mesa a la vez que hacían de aperitivo, y vaciado dos jarras de cerveza sin. El restaurante era de lo más elegante que se podía imaginar, e igualmente las cuentas también deberían serlo.
- Perdona con el papeleo se me ha hecho tarde; ya hemos realizado la transferencia de doscientos mil lerdos a tu cuenta, aquí tienes el comprobante y el duplicado del contrato –me extendió un manojo de papeles.
- Gracias eres muy eficiente, serías una buena secretaria –toqué levemente su mano al recoger los documentos y note como instintivamente la apartaba.
- Tú dirás ¿qué quieres que haga por ti? –pregunto nerviosa.
- Mira esta chica, es muy guapa y está coladita por ti –le enseñé una foto de Lucía y note cierto interés en la mirada de Gloria.
- Sí, es mona, ¿qué quieres que haga por ella?.
- Invítala a cenar, sácala en sociedad y hazle pasar la mejor noche de su vida –pedí de corazón.
- ¿Eso es todo? –preguntó con una sonrisa complaciente.
- Sí, tan sólo quiero que hagas eso por mí, y que me informes de todo –puntualicé.
- Creo que en el fondo nos vamos a llevar bien, y ¿cómo puedo entrarle a este bombón? –preguntó con un brillo en los ojos verdaderamente excitante.
- Yo te la presentaré, puedo decirle que necesito que me haga llegar los papeles de la oficina, así no pondrá pegas, y tú puedes invitarla a cenar, ella estará encantada.
El resto de la velada transcurrió muy tranquila, con ligeros intercambios de palabras sueltas, hablamos de nuestros gustos culturales, de nuestras aficiones y fue muy discreta con el tema de mi sexualidad. En ningún momento dio pie a que me sintiese violento, su atuendo había cambiado totalmente, de rubia explosiva a colegiala ursulina, su pelo recogido y unas enormes gafas que le quitaban todo su sexapeal, me daban una tranquilidad enorme. Sus modos eran muy correctos y su educación esmerada, denotaba un cierto decoro en su porte, como sí quisiera pasar desapercibida.
Al día siguiente, muy temprano, aún no había sonado el despertador, cuando me desveló el sonido del móvil.
- ¿Sí? –pregunté somnoliento.
- Soy Gloria, hoy tenemos mucho trabajo, debemos repasar el guión de esta noche, no podemos tener ni un solo fallo, de ello depende la audiencia –ametrallaba sus frases sin darme tiempo a reaccionar.
- Perdona, ¿qué hora es? –incapaz de mirar el reloj, le pregunté creído que me había quedado dormido.
- Son las cinco cincuenta, el Sol saldrá a las seis quince, se prevé una mañana soleada y con máximas de treinta grados –recitó mecánicamente.
- ¿Has trabajado de mujer del tiempo? –bromee, pensando en lo temprano que era.
- No, en los veranos mientras terminaba la carrera de periodismo trabajaba en una línea de información meteorológica –me contestó en tono bastante serio–. Por cierto, hemos de pasar por tu oficina para que Lucía me pase tus papeles –dejó caer inocentemente.
- Pero la oficina no se abre hasta las ocho, y llegamos en media hora –no comprendía que quería decirme Gloria.
- Voy para tu casa, te necesito preparado en una hora –cortó tajante sin dar más explicaciones.
- Bien ya me levanto –Gloria colgó, y yo incrédulo, volví a mirar el despertador.
Se notaba un interés desmedido de Gloria por mí, que de seguro tenía algo que ver con Lucía. Quizás inconscientemente había metido el cordero en la boca del lobo, pero era la única forma que tenía de saber sí Lucía me amaba, así no habría posibilidad de perder su amistad y de esta forma podría declararle mi amor o seguir a su lado suspirando por una mirada, una sonrisa o simplemente conformarme con oler su perfume cuando pasase por mi lado.
Con la puntualidad de un reloj suizo, Gloria llamaba a mi puerta, aún estaba tomando el desayuno y fui a abrirle de mala gana. La recatada colegiala de la comida, había vuelto a evolucionar a rubia explosiva, sus modos suaves se había transformado en agresivas órdenes de cumplimiento inmediato.
- Vamos, ya tendríamos que estar en tu oficina –me apremió dando palmas.
- Pero, sí ahora no hay nadie –protesté.
- Por eso, dentro de media hora no podrás acceder por la puerta principal –sonreía con gesto complacido –he pasado por allí ahora y ya hacen cola por verte. Eres el nuevo héroe local –con su mano derecha me palmeó la mejilla cariñosamente.
- Dios, creo que me voy a arrepentir toda mi vida –murmuré ante tal muestra de familiaridad.
- Demasiado tarde para lamentaciones, es la hora de pensar en el futuro. Vamos ya –me giró sobre mis talones y me dio un empujoncito hacia la puerta de salida.
Estábamos junto al ascensor, e inconscientemente me di cuenta de que en ese momento, empezaba de nuevo el show. Como movidos por un mismo despertador, los vecinos acudían junto a la puerta del ascensor, sus austeros saludos se habían transformado en empalagosos halagos. Era casi imposible despegárselos de encima, aunque la experiencia de Gloria en estos casos nos sacó del atasco.
- ¿Dónde vas? –preguntó Gloria sorprendida.
- Al autobús –respondí con toda naturalidad.
- ¿Estás loco? Eres un personaje popular, no llegaríamos nunca. Vamos en mi coche –tiró de mi brazo y me llevó hacia su coche.
En silencio monte en el imponente descapotable a juego con el llamativo conjunto de Gloria, que me forzaba inconscientemente a mirar la pequeña franja de tela que cubría apenas dos dedos de muslos.
El camino se hizo corto suspirando por ese bombón que tenía al lado, pero el coche se detuvo y Gloria estacionó en la parte de atrás de mi oficina. Creía que seríamos los primeros en llegar, pero cual fue mi sorpresa cuando vi a Lucía allí esperándonos. “Qué guapa está hoy Lucía”, pensé para mí, tan linda con el pelo suelto y lacio, sus perfectas medidas de maniquí, su bien cuidado talle, elegante donde se ponga aun con cuatro trapos de mercadillo. Su mirada me enamoraba, sus preciosos ojos verdes me embelesaban. Cuando la oía hablar me parecía estar oyendo a un ángel, sus labios como fresa madura al vocalizar, se me antojaba besarlos y sorber su jugo, mezclando nuestras almas en un desbocado deseo de pasión y desenfreno. Sus finas manos de largos dedos y suave tacto, provocaban mis suspiros por besarlas. Cuánto ansiaba sus caricias...
- Ricardo espabila que no tenemos todo el día –Gloria rompió el hechizo que me unía a Lucía, con un codazo en el estómago, que casi me dobla.
- Buenos días Lucía, estás muy guapa –saludé alelado.
- Gracias Ricardo tú también estás muy guapo –respondió con una pícara sonrisa.
- Gracias Lucía –sin dejar de mirarla.
- Emmmrr –carraspeó Gloria.
- Lucía te presento a la señorita Gloria Puch, Gloria te... –con mi mano abierta, sin mostrar gran alarde de orgullo por presentársela intenté hacer las presentaciones.
- Soy una admiradora suya, no me pierdo ninguno de sus programas, creo que tienen una chispa especial para llamar la atención del telespectador –cortó Lucía sin darme ocasión de continuar.
- Gracias Lucía, si te apetece conocer el plató donde se va a rodar el programa con Ricardo, podemos quedar esta noche para cenar y, así me cuentas algo de Ricardo.
- Estaría encantada –respondió con sonrisa de colegial galardonado.
- Lucía, ¿te importaría llevarme a mi casa, los papeles que deba firmar mientras dura el concurso? –pregunté para romper el cruce de miradas entre las dos.
- Entonces ¿No pides excedencia? –sin prestarme excesiva atención, Lucía se dirigió hacia mí.
- No. Haré el trabajo atrasado desde casa y luego cogeré las vacaciones, te agradecería mucho que dieses a un mensajero los documentos que yo tenga que estudiar y ...
- No es necesario, yo misma te los llevaré a casa –de nuevo, Lucía me dejó con la palabra en la boca, adivinando mis pensamientos.
- Estupendo querida, entonces ¿Te parece bien que te recoja a las ocho? –cortó Gloria en tono dominante.
- ¿Perdone? –preguntó Lucía a Gloria, abstraída en nuestra conversación.
- La cena de esta noche –aclaró Gloria.
- ¡Ah! Sí, claro ¿a las ocho? Esperare impaciente –sin ser plenamente consciente a que se refería Gloria, Lucía asintió.
- A las ocho. ¡Ciao amor! –Gloria se despidió de Lucía con un cándido beso en la mejilla puntualizando la hora, mientras me sujetaba por el brazo y tiraba de mí.
Salimos del edificio como alma que lleva el diablo esperando que todavía no hubiera mucha gente en la puerta esperándome; Gloria tiró de mí hacia la puerta de emergencia, yo iba absorto en mis pensamientos con Lucía, cuando de improviso rompió el silencio.
- Es un bombón de mujer, tienes buen gusto –dejó caer Gloria.
- No te entiendo –intentaba hacerme el loco.
- La chica bien vale un suspiro, se nota que estás colado por ella –me provocó para que lo confirmase.
- ¿Tú crees que ella me lo ha notado? –pregunté inocentemente.
- Pregúntale a ella –se echó una carcajada y me dejó con la duda.
Todo el día y la tarde nos pasamos estudiando el guión, un guión de apenas veinte hojas, pero Gloria se jugaba mucho en esto, y no estaba dispuesta a que nada fallase, ella no paraba de hacer llamadas mientras a mí me obligaba a repasar una y otra vez las cuatro líneas de texto por hoja que me correspondían. Por fin Gloria se marchó a las siete de la tarde y allí me dejó el dichoso guión y la orden clara de estar preparado a las ocho que pasarían a recogerme.
Al llegar la hora, como un niño en su primera cita esperaba con impaciencia la llamada de Gloria, llegó el taxi que tenía el encargo de llevarme al plató desde donde se transmitía el programa, venía vacío, pero no le di importancia. Nervioso llegué allí y esperé impaciente hasta las nueve para cenar con ellas. Convencido de que estaba predestinado a cenar solo, me fui a la cafetería de personal, tomé un sanwich y un zumo, y esperé resignado a que viniesen de maquillaje para retocarme. Con gran enfado me di cuenta de la encerrona que le había gastado Gloria a Lucía, que de seguro la intentaría seducir. Maldije el momento en que se la había presentado, pero me quedaba la esperanza de que Lucía la hubiera rechazado, y así tendría el camino libre.
No tardó mucho en llegar Gloria al camerino donde me maquillaban, allí se sentó en una de las sillas y dio instrucciones al maquillador sobre unos retoques.
- Dale un poco más de polvo mate en los pómulos, los brillos se notan mucho, a los labios les falta perfil –fue ordenando a la esteticista.
- ¿Qué tal la cena? ¿Lo has pasado bien? –estaba impaciente por recibir noticias.
- Un encanto de criatura, creo que me he enamorado de ella –dijo con malicia para molestarme.
- Y ella, se lo ha pasado bien, claro –esa frase tan sarcástica me había dejado fuera de juego.
- Creo que sí me ha aceptado cenar mañana aquí en el estudio y ver la grabación. Ahora está en las gradas, no quería perderse tu cara de emoción al ver a tus pretendientes –reía con saña.
- Sí, claro –su sonrisa sarcástica me dejó helado.
- En cinco minutos fuera –el redactor abrió la puerta e hizo que la adrenalina se me disparase.
- Ve cielo, te esperan tus pretendientes –con mirada perversa, Gloria aguantaba una deseada carcajada.
La hubiera dejado plantada allí con su cara sonriente, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.







Capítulo III “El premio”
Los focos de nuevo me dejaron ciego, no veía nada aunque sabía que Lucía, estaba allí al otro lado, justo detrás del regidor. Me la imaginaba en primera fila junto a otras personas pagadas por hacer de clac.
La música anunciaba a la presentadora; ahora con los ojos más acostumbrados a los focos, veía de lado como ella se aproximaba al centro del plató. De pronto mi sillón empezó a girar.
- Buenas noches y bien venidos a esta nueva edición del “Soltero del año”, donde Ricardo nuestro concursante, elegirá al primero de los tres candidatos a ocupar un rinconcito en su apasionado corazón.
Unos biombos empezaron a girar en frente mío. Fue entonces cuando mi corazón bombeaba al máximo, esperando ver a la persona que estaba detrás de cada biombo; se apagaron las luces y un foco apuntó al rostro del primer candidato, mientras una voz en off mencionaba.
- Nuestro primer candidato se llama Adolfo y viene desde Terife. Es ejecutivo de cuentas en una empresa multinacional, se define como atento, detallista y fiel a su pareja, cuando la tenga. –el segundo biombo comenzó a girar, se escucharon unos aplausos y otro foco le iluminó por completo–. Nuestro segundo candidato se llama Ángel, viene desde Cabriana y es amo de casa, se confiesa romántico y aseado, le gustan los animales de compañía y su mayor afición es coleccionar juegos de cama. –volvieron a sonar aplausos y el tercer biombo empezó a girar–. Y aquí tenemos a nuestro tercer candidato se llama Antonio viene desde Izai y es policía local, se confiesa ser una persona muy legal. ¿Qué te parecen Ricardo? –preguntó con una mal disimulada sonrisa sarcástica.
- Creo que mejor opino después de conocerlos –me negaba ha hacer juicios sin conocer.
- Todos conocen a Ricardo y ahora a sus tres primeros pretendientes, quien sabe si alguno de ellos será el afortunado que... –fue recitando su guión.
Hablaba sin parar. Yo estaba atontado entre los focos, el sonido de la música de fondo, tantos hombres en las gradas coreando mi nombre y esos tres frente a mí comiéndome con los ojos; por mi parte, yo tenía la vista perdida en las gradas, aunque por más que miraba no lograba ver a Lucía.
- Ricardo, cuéntanos. ¿Qué opinas de nuestros candidatos? Seguro que los encuentras muy atractivos –por un instante espero a que contestara–. Veo que nuestro soltero se ha quedado mudo de la emoción –un fuerte zumbido hizo que me sacase el pinganillo que me habían colocado, volviendo a la realidad– Creo que Ricardo ya está con nosotros de nuevo.
- Perdón son los nervios –me excusé.
- ¿Qué opinas de tus pretendientes? Debes mojarte un poco –forzaba Gloria una contestación.
Había llegado la hora de poner en práctica las diez horas seguidas aprendiéndome ese dichoso guión.
- Creo que los tres tienen cosas positivas y serían firmes candidatos –comenté siguiendo con la parte de guión que a mí me tocaba.
- Bien ahora te toca preguntar a los candidatos lo que creas de interés para ti.
- La pregunta es para Ángel. ¿Qué comiditas me harías? –una carcajada me hizo reaccionar sobre la picaresca de la pregunta.
- Yo te lo comería todo –comentó entre carcajadas.
- Cuando llegase a casa del trabajo para comer o cenar, me refería –las carcajadas subieron de tono y un cierto tono rojo subido iluminó mis mejillas.
- Lo que me pidieses, sé hacer de todo... – Sin darle más cuerda le corté.
- La siguiente es para Adolfo, a ver ¿Qué cuentas me pedirías? –a partir de ese momento me di cuenta el ridículo que hacía con esas preguntas tan absurdas.
- Yo soy una persona de ideas liberales, y creo que no te pediría cuentas de nada, serías igual de libre que ahora.
La cosa se desmadraba, después de una serie de preguntas chorras con doble sentido, el publico estaba totalmente ido, esa era una de las putadas del directo, uno no puede escabullirse ni un momento. Por fin había terminado con las preguntas del fastidioso guión, y ahora me daba cuenta de como se puede llegar a manipular a la audiencia para engancharlos en sus sillones.
- Espero Ricardo que tengas claro a quien de los tres vas a dar los tres puntos, a quien dos y a quien el punto de consuelo. Pero eso después de publicidad –con una mueca a las cámaras hizo señas para que cortasen–. Estás muy tenso deberías relajarte, ¿quieres que venga uno de los masajistas?
- No ya estoy más relajado, es ese dichoso guión, no me había sentido tan incómodo en la vida –murmuraba meneando la cabeza repetidas veces arriba y abajo.
- Tranquilo ahora les toca hacer la prueba práctica, están haciendo algo de su especialidad culinaria, si no te apetece probarlo, haces como que lo pruebas y vale, las cámaras enfocarán la cara de los aspirantes y no te verá nadie.
- Gracias, intentaré hacerlo mejor esta vez –me excusé.
- Y cinco, cuatro, tres, dos, adentro plano cocina –gritó el regidor.
Todos estabamos en nuestros puestos pendientes de sus señas, para que el plano de encuadre no saliera mirando para otro lado, los tres aspirantes se deshacían en sonrisas y guiños, yo intentaba no parecer asqueado, pero a veces se me notaba demasiado. Gloria me hizo señas y acudí a la cocina, me sentía como un estafador que iba a engañar a esos chicos, pero en el fondo, quizás ellos tan sólo quisieran el viaje y el dinero para gastos, que le darían al que me acompañase.
- Estamos en la cocina donde nuestros tres aspirantes se esmeran por complacer a su rey. A ver, pon un primer plano de este pisto o revuelto de verduras –hizo señas a uno de los cámaras.
- Escudella, es escudella –dijo el de Izai.
- Es impronunciable pero tiene buena pinta –bromeó Gloria ante las cámaras.
Pasaron uno a uno sus platos por delante de mí, y realmente apenas me miraban, el regidor les hacía señas para que mirasen a la cámara sonriendo y mientras, podía hacer como que probaba y en realidad revolver un poco el plato y sacar el tenedor vacío, pero sentí que se lo debía y uno a uno probé los tres platos. La verdad, el que más me gustó fue: la hamburguesa con huevo, queso y bacón. A pesar de ser el plato menos elaborado.
Me creí obligado hacia Ángel que era el más desfavorecido económicamente y el que sin duda más disfrutaría del viaje, así que en un principio le di los tres puntos del test chorras y dos puntos por su tortilla de setas y ajillos de forma que sumaba cinco puntos, Ahora dejaba al público la puntuación.
- Bien llegó el momento que todos estábamos esperando, vamos a descubrir las casillas de nuestros aspirantes donde Ricardo ha ido colocando su puntuación. Claro que eso, será después de la publicidad... –pausa y mirada sonriente a su cámara, hasta que se apagó el piloto– Fuera cámara.
- Gloria, me siento como un estafador con esos pobres chicos.
- A cada uno se les ha dado mil lerdos, viaje de ida, y alojamiento a media pensión en un hotel de cuatro estrellas. No te sientas culpable, ellos han conseguido un premio mayor que los que no han sido elegidos, piensa en ello.
Me quedé pensativo, por un momento recordando los doscientos mil lerdos, que me habían dado gracias a los compañeros que me propusieron para el concurso, porque si hubiera sido por mí, con la poca televisión que veo y menos programas de este tipo. La verdad era que me había tocado el gordo, y cuando terminase todo esto nos iríamos todos de celebración. En esos momentos me vino a la mente Lucía, y no pude más que pensar en ella y en Gloria juntas, aunque, si en esos momentos la hubiese tenido delante, no hubiera sido capaz de decirle nada, tan sólo irme por los cerros como siempre. Mirando hacia atrás, descubrí la causa de mis miedos que avanzaba decidida hacia mí.
- Lucía me alegro que estés aquí ¿Te ha gustado esto? –atropelladamente no sabía que decir.
- Sí la verdad es que no me lo imaginaba así, eres muy popular –sonreía mirándome a los ojos.
- Sí, tengo que agradeceros el haberme inscrito –afirmaba con la mirada perdida por el plató.
- ¿No te había molestado? –preguntó incrédula creyendo que me conocía bien.
- Al principio sí, un poco, pero luego he visto que se puede sacar partido y conocer mundo –respondí sin darme cuenta que estaba errando la respuesta.
- Sí, debe ser bonito un crucero por el pacífico – dijo en tono irónico.
- Lo bonito sería que vinieses conmigo –ese ofrecimiento me salió del corazón.
- Adentro en cinco, cuatro... –volvió a oírse la voz del regidor.
Lucía se quedó por un momento en silencio, mirando como iba hacia mi sillón, sin contestarme nada, consiguiendo borrar de mi cara la sonrisa especial, que sólo salía cuando ella esta delante.
- Te veo luego ¿Vale? –pedí ilusionado a Lucía.
- No sé si podré, he quedado con Gloria –en sus palabras quedaban patente sus dudas.
Esas palabras me dejaron hundido, allí me quedé viendo como se alejaba hacia la puerta de bambalinas. Mis peores temores se confirmaban, a Lucía le gustaba Gloria y yo me iba a quedar soltero de por vida.
- Ricardo, venga que ya estamos dentro –me apremiaba el regidor.
- Ya estamos de vuelta y cerramos los teléfonos, en estos momentos los votos de la audiencia decidirán quién se queda y quién se va, ahora vamos a descubrir los paneles de nuestros aspirantes y... –tras una leve pausa dando unos consejos publicitarios–. La puntuación es: Adolfo dos puntos de personalidad y un punto de cocina; Ángel tres puntos de personalidad y dos puntos de cocina; Antonio un punto de personalidad y tres puntos de cocina. Así la cosa cualquiera de los tres puede ganar, es la audiencia la que decide..., –nueva pausa para crear expectación– y la audiencia le ha dado tres puntos a Antonio, dos puntos a Adolfo y un punto a Ángel, con lo que los marcadores quedan: Adolfo cinco puntos, Ángel seis puntos y nuestro ganador de hoy es Antonio con siete puntos. Enhorabuena Antonio. Ángel, Adolfo, no desanimarse que aún queda la repesca y la puntuación ha ido muy igualada –resolvió Gloria animándoles.
La mirada del policía clavándose en mis ojos, me provocó un escalofrío. Por unos momentos me imaginé el cuerpo desnudo de Antonio buscando rozarse contra el mío, podía imaginármelo en el crucero; un hombretón tan legal como dice él, siendo estafado por mí, se me revolvían las tripas sólo de pensarlo.
- Nos despedimos de ustedes hasta mañana, pero antes pasamos la palabra a Ricardo para que nos diga el nombre de los afortunados que competirán con Antonio para la plaza de honor, por favor Ricardo –me dio pie para leer los dos siguientes de la lista.
- Sí los afortunados son: Braulio García Toledano, de Moallín y Carlos Cardona Heredia, de Sirlella.
- Enhorabuena a los afortunados y con esto nos despedimos, que pasen buena noche y no me sean infieles, les espero mañana. ¡Ciao! –se despidió haciendo señas a los cámaras–. Fuera cámara. Has estado mejor, espero que mañana te superes, pasaré temprano a darte el guión y los papeles que Lucía tenga preparados –me dijo atropelladamente.
- Bien –contesté desganado.
Esa fue toda mi apoteósica frase; allí me quedé parado, mientras Gloria tomaba por la mano a Lucía y ésta me regalaba una tímida sonrisa, viendo después como se alejaban juntas. A partir de ahí no volví a verla por el plató.
Fueron pasando los días y cayendo los candidatos; el último día de eliminación los nervios me atacaban sobremanera, el último candidato de la lista se enfrentaba a Juan Pedro Chueca, finalista desde el cuarto día. Desde luego era el hombre perfecto, no le faltaba detalle. El último de la lista lo iba a tener muy difícil y no digamos ya el de la repesca.
- Buenas noches y bien venidos a este ultimo día de concurso, hoy conoceremos al afortunado que compartirá camarote en el lujoso hotel flotante “Enola flupper”, en el que dispondrán durante todo el viaje de la suite “Presidente Romero Juárez” –seguía hablando sin dejar de mirar a su cámara–. Y aquí tenemos a Ricardo, al que ya consideramos como uno más de la familia dentro de este grupo de personas que formamos el canal Showland. ¿Cómo te encuentras esta noche? –me preguntó Gloria.
- Algo nervioso la verdad –seguía al pie de la letra el guión, aunque esta vez estaba realmente nervioso.
- Ricardo, estás emocionado ¿verdad? –cada noche la misma pregunta.
- Sí, ya lo creo, esta noche conoceré a mi posible pareja.
- Ahora y en este momento... –guardo una pausa mirando hacia su cámara– Empieza el último desafío, en el que se enfrentarán como candidato invicto “Juan Pedro”, que se ha ganado el puesto a pulso –el regidor pidió aplausos, como siempre la misma rutina.
La cabeza parecía que me iba a estallar, por un lado los focos cegadores y el continuo parloteo machacón que Gloria se ocupaba de repetir día tras día, y por otro lado la preocupación por perder de vista definitivamente a Lucía. Quizás fuera la suma de las dos o tal vez la presión a la que estaba sometido, pero el caso es que no pude aguantar más ese terrible dolor y tomé una buena dosis de acetilsalicílico que iba remojando con sucesivos cafés.
- Por favor tráeme otro –mostrando la taza vacía pedí otro café a uno de los asistentes.
- Como candidato novel tenemos a Víctor Sibilo Dildo de Surian, es profesor de salsa –Gloria seguí con el show–. Se define como muy cariñoso, deportista y muy, muy caliente... –el regidor pidió aplausos–
Ya no podía aguantar más, estaba realmente alterado y me costaba mucho tranquilizarme, y para colmo el dichoso dolor de cabeza que no me dejaba poner buena cara. El regidor se dio cuenta y me paso una pastillita amarilla, que no sabía que composición llevaban, pero me calmó por completo el dolor que me atenazaba las sienes, mientras Gloria seguía recitando su bien estudiado guión.
- Y por último tenemos a nuestro náufrago salvado por ustedes. Como rey de la simpatía, Braulio García Toledano de Moallín
Fueron las cuatro horas más tensas de mi vida, por un lado estaba ese muchacho de apenas veinticuatro años empresario de hostelería, tan perfecto que casi era pecado mirarle, luego el de Moallín, moreno tostado de cuerpo esculpido en gimnasio a golpe de mancuerna, y para terminar el recital estaba el nuevo, tan menudo, tan negro que si no sonreía apenas se le veía en su sillón. Las preguntas se tornaron en más provocativas, el ambiente se caldeaba, el público llegaba a un estado de complicidad tal que la participación y el apoyo hacia los aspirantes era total, que incluso se formaban hinchadas en los graderíos del plató; por un momento pensé que la situación iba a desbordarse, pero el buen hacer de los regidores controlaron la situación dando un índice de participación tal que los telespectadores se involucraron por completo.
Tras la primera prueba que fue un striptease parcial se vio clara la inclinación del público hacia Juan Pedro: uno ochenta, unos setenta y cinco kilos, pura fibra, depilado y con un envidiable tostado playero que hacía juego con su cutis firme y el verde de sus ojos. Yo por mi parte me inclinaba por el moreno de Surian, que parecía tener menos fuerza física, y así cuando terminásemos el crucero, me sentiría más fuerte que él a la hora de rechazarle.
Una demostración de las habilidades de los concursantes, me dejaron claro que el moreno, con su pequeño cuerpo, usaba sus pies y sus manos con gran pericia moviéndose como un gato, golpeando sucesivamente un saco de arena. El de Moallín era el más torpe, pero esos músculos impresionaban y tampoco me atrevía a elegirlo a él. Por otro lado Juan Pedro parecía tener recursos suficientes para encontrarse una pareja más en sintonía con su edad y cualidades, así que al final seguía sin saber por quién decidirme.
- Terminadas las pruebas de habilidad, creo que lo tenemos muy difícil, todo el peso de la elección recae en ti Ricardo, pero no obstante tengo que hacerte la pregunta. ¿Quieres decir quién es tu elegido, o prefieres que el público decida? –dejó la pregunta en el aire obligándome a dejar la decisión al público.
Esa pregunta cuya respuesta tenía estudiada en el guión, aunque no me gustaba nada, me hizo dudar por unos instantes, pero mirando por el interés de la audiencia que se salía de gráfico, creí más conveniente seguir con el guión, y dejar que fuese la audiencia los que eligiesen al final. Di cuatro puntos a Juan Pedro, cuatro a Braulio y otros cuatro a Víctor, de forma que repartí mis puntos por igual, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Gloria.
El público saltaba de sus asientos; se rompían las manos aplaudiendo mi imparcialidad. En las caras de los candidatos se podía apreciar el nerviosismo, y por fin llegó el momento esperado por todos.
- Claramente a Ricardo le gustan los tres por igual, es por eso que en nuestras manos está elegir al candidato ideal que nos gustaría para él –Gloria manipulaba como quería a la audiencia, era una máquina de sacar dinero para la cadena–. Y lo sabremos después de... –mirando hacia el público les animó a que contestaran.
- “La publicidad” –coreó el público al unísono.
Gloria se dirigió hacia mí con cara sonriente, me cogió del brazo y me arrastró fuera del plató. Allí estaba oculta entre bambalinas Lucía, que me recibió con un agradable beso en los labios dejándome atónito, pero cuando gloria la cogió por la cintura, la beso en los labios y ella le devolvió el beso con la pasión que no me había dedicado a mí, el mundo se me vino encima.
- Tengo que darte una buena noticia –me dijo Gloria con una espléndida sonrisa.
- ¿Qué es? –pregunté desganado.
- Lucía nos acompaña en el crucero –dijo con sarcasmo.
En otras circunstancias me abría alegrado, pero viéndolas agarradas por la cintura me produjo una gran tristeza y una gran decepción, quedando truncadas mis expectativas hacia Lucía.
- ¿No te alegras? –preguntó Lucía afligida.
- Sí –un nudo en la boca del estómago me impidió articular más palabras.
- Te entiendo, ya me contó Gloria –dijo mirando al suelo.
Por unos momentos me subió el pavo de vergüenza; no sabía si le había contado mi condición sexual sólo, o también mi admiración por ella. Estaba francamente desorientado; si en esos momentos hubiera encontrado un agujero donde meterme, habría desaparecido dentro de él. Así que al verme en tal postura de confusión, Lucía soltó el abrazo de Gloria y me susurró al oído.
- Sabes, me daba vergüenza reconocerlo, pero cuando Gloria me confesó tus gustos, me alegré mucho..., –guardó un instante de suspense– por los dos.
Ahí sí que me quedé atontado, no entendía nada. Si ellas dos se gustaban, y de ello daban claras muestras, no sabía a que se refería con eso de, “me alegro por los dos”, pero para mal mayor, allí se escuchó la voz del regidor que resonó como un disparo dentro de mi cabeza.
- Dentro en veinte segundos –gritó el regidor implacable.
- Luego hablamos – Lucía me susurró al oído, despidiéndose con un cálido beso en mi mejilla.
Corriendo a trompicones con mi cabeza hecha un lío, aunque afortunadamente el dolor había cesado, me situé en mi sillón con la vista fija en el testigo de mi cámara; Gloria se atusaba el flequillo con una mano mientras con la otra ahuecaba su preciosa cabellera rubia. Enfrente de mí los tres aspirantes se comían las uñas mirando hacia el público y, en las gradas, totalmente descontrolados se montaba una algarabía. La atronadora voz de uno de los regidores hizo un silencio sepulcral en el estudio.
- ¡Silencio! Por favor, silencio. Dentro en cinco, cuatro, tres, dos, adentro cámara nueve.
- Hola de nuevo, el ambiente se masca aquí dentro. Puedo oír el latido de sus corazones, huelo su adrenalina –Gloria seguía alimentando la euforia del público.
Todo el mundo estaba pendiente de los marcadores, contabilizando uno a uno el resultado de las llamadas; los concursantes estaban muy tensos. Se podía ver el miedo en sus caras; el sudor empezaba a humedecer sus frentes, sin embargo en mi cabeza notaba los efectos de la pequeña pastilla amarilla. Parecía como si no fuese conmigo, todos estaban pendientes de los marcadores que iban sumando a cada candidato las llamadas que les entraban, pero yo permanecía indiferente sumido en un letargo momentáneo. Al poco tiempo, vi un ápice de claridad en mi cerebro y regresé al instante, mascando la tensión del ambiente junto a los otros.
- Ricardo cuéntanos mientras suben las llamadas en los marcadores, el porqué de los puntos que asignaste a los aspirantes –Gloria me dio paso y me quedé en blanco.
- Yo... –miré a Gloria, sin saber que decir en mis ojos se podía ver el miedo escénico.
Alelado miré a los focos intentando devolver la lucidez a mi cabeza, mientras, los gritos del público iban coreando las puntuaciones; por un momento vi claro el juego en el que me había metido, dejándome arrastrar por la verborrea fácil de Gloria y mis sentimientos hacia Lucía. En ese momento comprendí que se estaba jugando mi futuro cercano, un compañero ocasional y un desagradable año de fama, hasta que el nuevo soltero del año ganara su punto de gloria llevándose el testigo, que ahora debería llevar yo aun a pesar de mi desgana.
- Me comunican que en estos momentos se cierran las líneas –dijo Gloria devolviéndome a la realidad del momento.
Todas las miradas fueron a parar hacia los marcadores, por unos instantes en el plató no se oía ni una mosca; las últimas llamadas iban incrementando los marcadores, en ese momento se podía ver la cara de decepción de Braulio, por otro lado me alegré de que no ganara, para mí que ese hombre no tenía la mirada limpia, algo ocultaba y sobre todo su forma de comportarse no me inducía buenas vibraciones, la verdad es que de los tres al que realmente prefería, era a Juan Pedro, aunque no me atrajera sexualmente, no me desagradaba como compañía.
Por unos momentos mi corazón se paró al ver a Víctor saltar de su sillón y ponerse a dar saltos, la adrenalina se disparaba por mis venas, su euforia era mi decepción. No podía ser, miré los marcadores y por mil cuatrocientas miserables llamadas, había ganado el moreno bajito. Ya me veía compartiendo habitación con ese hombre que me desagrada hasta en su forma de sonreír.
De repente los marcadores empezaron a moverse hacia atrás, algo extraño estaba pasando. Inconcebible, el público se quedó mudo, Gloria no sabía que decir, pero entonces se echó mano al oído y a través del pinganillo le comunicaron que en las reglas del concurso, tan sólo servía un voto por número de teléfono y estaban descontando las llamadas repetidas.
- Señores me comunican de redacción que esto es lo normal, puesto que las normas decían claramente que sólo se admitirían una llamada por teléfono, por eso estén muy atentos porque todavía, no hay nada decidido.
Por unos momentos una sensación de alivio invadió mi cuerpo, provocándome un profundo suspiro que Gloria percibió, marcándomelo con una mueca y un guiño. Víctor se quedó rígido, su marcador bajaba más rápido que los de los otros, de pronto se detuvo el marcador de Braulio, mientras los otros seguían bajando frenéticamente. Braulio se mordía los puños y yo empecé a ponerme verdaderamente nervioso, apenas quinientas llamadas separaban ahora el marcador de Víctor del de Braulio y seguía bajando, Juan Pedro bajaba algo más lento que el de Víctor, pero bajaba. Braulio dio un puñetazo en el aire y Víctor se echó a llorar como un niño tapándose la cara con sus manos. El silencio se hizo de nuevo en apoyo de Víctor.
- Vente conmigo moreno –gritó uno desde el público.
Esto provocó en Víctor una sonrisa de agradecimiento; con la mirada perdida en el suelo secó sus ojos y desesperanzado se volvió a sentar en su sillón, mientras miraba de reojo a Braulio que parecía estar peleándose contra el marcador de Juan Pedro. Un sonrojo empezó a subir el tono de mis mejillas, en la garganta un nudo comenzaba a formarse, mientras Juan Pedro observaba impasible como su marcador sumaba diez llamadas más que el de Braulio. Los nervios estaban a punto de provocarme una crisis de ansiedad y, a Braulio un infarto. Que horror, parecía un chico de la calle peleándose. Empezaba a sobrarme el jersey, que inconscientemente me quité, quedando en camiseta blanca; el público me animaba a seguir quitándome cosas, pero todos mis pensamientos estaban en el marcador de Juan Pedro, siete arriba, seis, cinco, Dios me voy con el boxeador, ya me veía a este muchacho peleón colgado de mi brazo, aguantando sus miradas durante treinta días; peor aún, seguir con él no entraba en mis cálculos y me veía acuchillado en una esquina por despecho cuando le dejase.
Cuatro, tres, párate, dios párate; ahora éramos dos peleándonos, él contra el marcador de Juan Pedro, que parecía empujar el marcador hacia atrás, y yo dándole ánimos para que se detuviera. Llevaba tres de ventaja pero el marcador todavía no se había iluminado, lo cual indicaría que se había detenido. Me bebí de un trago el agua y era la primera vez que sentía ese ahogo interior que me obligaba a desnudarme. El sudor me empapaba la camiseta y los gritos del público, ya ni los sentía, me quité la camiseta y se la arrojé al público, pero toda mi atención estaba en ese panel, en que se iluminase ya, que no bajase ningún número más. Gloria al verme ido, con el torso desnudo y totalmente descompuesto. Con una sonrisa sarcástica se acercó a mi lado y en voz baja me dijo.
- ¿Qué? Campeón ¿Quién de los dos va ganando? –me preguntó en voz baja mirando a Braulio.
Los dos íbamos sudados hasta la cintura, parecía que el premio fuera Juan Pedro, y yo el aspirante. De pronto el marcador bajó otro punto, ya sólo le sacaba dos llamadas a Braulio, estaba a punto de echarme a llorar cuando las milagrosas luces del panel se iluminaron, llenando de alegría y sosiego mi corazón.
Salté de mi sillón y me puse a saltar como un poseso, el público me animaba, cantando todos a coro.
- A por él. ¡Campeón! – Gritaban una y otra vez al unísono.
Fue entonces cuando un resquicio de lucidez se despertó en mi cerebro y me quedé quieto semidesnudo mirando a Braulio. Los dos cara a cara, sus ojos clavados en los míos y entre tanto Juan Pedro seguía impasible en su sillón observándonos. Un gesto de rabia agrió el rostro de Braulio ante mi alegría, se me había notado demasiado mi repulsión por él.
- ¿Por qué me dejaste hacerme ilusiones, si tú no me querías a tu lado? Puto pendejo, ojalá éste guapito te abra el culo en mil trozos –dijo con odio en sus palabras.
No supe que decir, en el fondo tenía razón, no debí tentar la suerte y esa alegría declarada no se correspondía con mi sexualidad. Algo no funcionaba dentro de mí, o quizás, algo empezaba a funcionar.
- Señoras y señores ustedes han decidido por Ricardo y creo que él en su subconsciente también deseaba quedarse con Juan Pedro. Vaya Ricardo, veo que estás contento con la elección de la audiencia; a ti Juan Pedro te veo muy frío, ¿no deseabas ganar? –Gloria estaba contenta por el show que se había montado, sobre todo porque eso se había traducido en mayores cuotas de audiencia
- Por supuesto que lo deseaba, pero no tenía tan claro que Ricardo me deseara como su compañero –dijo Juan Pedro ante toda la audiencia.
- Chicos lo siento pero sólo puede haber un ganador, ya sabéis lo rígidas que son las leyes con la poligamia –bromeó Gloria con su sarcástica manera de hacer humor–Víctor, llegaste a saborear la victoria ¿Qué pasó cuando perdiste la corona de ganador?
- Me sentí fatal, no pensaba que una alegría tan grande pudiera transformarse en un sentimiento de decepción tan deprimente en tan poco tiempo.
- Y tú Braulio, has estado tan cerca de la victoria y estabas tan animado que parecías estar muy enamorado de Ricardo.
- Me ha decepcionado mucho este hombre, me alegro de no haber ganado, no me quería, y lo peor es que me dejó hacerme ilusiones, porque yo sí le quería a él. Maldito sea él y todos ustedes, no se juega así con los sentimientos –dando media vuelta abandonó el plató.
Un abucheo general salía del público hacia Braulio, pero como si con él no fuera, les hizo un gesto, con el puño cerrado en alto y su dedo corazón extendido, mientras cogía el corredor hacia la salida. Gloria sin inmutarse se acercó a Víctor, que aún seguía desmadejado en su sillón.
- ¿Qué tal se encuentra nuestro ganador por un minuto? –preguntó Gloria al verlo muy decaído.
- Me siento mal, creo que me ha dado una crisis de nervios, no puedo ni ponerme en pié –se lamentaba Víctor con la mano en su pecho.
- Tranquilo, puedes estar ahí el tiempo que quieras, y si necesitas asistencia sólo tienes que pedírnosla, tenemos un buen equipo médico en el plató –al verle realmente ido, hizo unas señas–. Chicos llamar al médico que le eche un vistazo.
Con desprecio por el estado de Víctor, Gloria le dio la espalda para disimular su euforia ante el éxito logrado en esta edición del programa. Miraba al suelo y sonreía sola, para luego volverse hacia Víctor intentando mostrar su teatral rostro de preocupación, al ser atendido por el equipo médico del programa.
- Parece que tiene un desvanecimiento –dijo el médico.
- Sacarlo por detrás –sugirió al médico–. Y aquí tenemos al afortunado, que además de acompañar a Ricardo y quién sabe lo que pueda surgir de aquí, –Gloria siguió sin inmutarse con el show– le corresponde una tirada en la ruleta millonaria, donde puede ganar hasta un millón de lerdos.
- ¡Vaya! –exclamó Juan Pedro sorprendido.
- Ahora sí te veo contento –entrevistó Gloria a Juan Pedro.
- Sí, ahora estoy más concienciado de que voy a acompañar a Ricardo en el viaje –confesó Juan Pedro.
- ¿No será que tienes más ilusión por el premio, que por el futuro que te espera junto a Ricardo? –insinuó Gloria con picardía.
- Bueno, todo entra –sonreía Juan Pedro.
- ¡Que hable la ruleta! –ordenó Gloria en voz alta mirando a su cámara– Esta parte es nueva en esta edición, el premio será el resultado de las tres ruletas concéntricas, la primera dará la cifra inicial, la segunda el factor multiplicador o divisor, y la tercera la cifra por la que se multiplica o divide la cantidad conseguida en la primera ruleta.
- ¿He de tirar? –preguntó ansioso Juan Pedro.
- En eso consiste –le miró de arriba abajo y con una sonrisa pícara me guió un ojo apretando los labios en señal de aprobación–. Bien pues aclarado esto, ánimo y suerte –Gloria invitó a Juan Pedro a realizar su tirada.
Por un momento deseé que la primera cifra fuese cien mil pero la ruleta se pasó por tres casillas, consiguiendo una no despreciable cifra de dos mil. Me inquietó su indiferencia ante el resultado, luego giró la segunda ruleta y consiguió el primer signo que fue multiplicador y al girar la tercera ruleta tras pasar ocho veces por delante del diez, terminó parando en el “ocho”. Consiguiendo un total de dieciséis mil lerdos, que si los comparaba con la rentabilidad que le había sacado yo, resultaba muy inferior, pero que hace once días a mí me hubiesen tapado unos cuantos rotos.
- Enhorabuena Juan Pedro, no está nada mal la cantidad ganada. ¿A qué piensas dedicarla? –interrogó Gloria.
- No sé todavía no lo tengo claro, pero creo que lo invertiré en mi pub –Juan Pedro sonreía por primera vez en todo el concurso.
- Ricardo es economista, creo que vais a hacer muy buena pareja –sonreía Gloria con malicia.








Capítulo IV “La traición”
Gloria se despidió y el público se nos vino encima, con mucha suerte pude salir indemne y con los calzoncillos puestos. Eso sí, sólo con los calzoncillos, ahora que lo de Juan Pedro fue peor; le subieron en volandas y lo dejaron tal como vino a este mundo. Algún salido del público le agarró por la uve y de poco lo castran, seguridad tuvo que intervenir para rescatarlo de la masa exaltada, pero, aún así, el dolor le duró unos días...
Siguiendo el plan previsto, al día siguiente tomamos un avión con destino a San Francest, pero haciendo escala en Nueva Cork. Al final éramos un grupo de ocho personas contando a Lucía, que hacía de secretaria del equipo a la vez que traductora. Ironías de la vida, yo pensando en una excedencia y tras pensarlo mucho, me lo había planificado para no tener que pedirla y ella, sin pensarlo dos veces, la había pedido por tres meses.
Habíamos llegado a Nueva Cork, y durante todo el viaje había estado junto a Juan Pedro a mi izquierda y a mi derecha un asiento vacío, Lucía estaba al otro lado del pasillo y no dejaba de mirarla diciéndome a mí mismo “¡Qué guapa está Lucía!”; en un descuido de Gloria que se levantó para hacer unas gestiones con su equipo, me incliné hacia el pasillo y se lo dije. “¡Qué guapa estás!”. Me sonrió y cruzó el pasillo para sentarse a mi lado, pero cuando más compenetrados estábamos y nuestras miradas se hacían más cómplices, tuvo que aparecer Gloria para estropearnos el día.
- Lucía ven conmigo, tienes que buscarme unos datos, así dejamos a Juan Pedro y a Ricardo que intimen, que se vayan conociendo mejor –comentó Gloria con aire prepotente, dejando claro quien era la dueña del corazón de Lucía.
- Hasta luego Ricardo, cuando pueda me escapo un poquito y hablamos –con la mejor de sus sonrisas se despidió.
- Hasta ahora Lucía –contesté embobado mirando como se alejaba.
La cara de bobo que se me quedó no dejó indiferente a Gloria, quién me guiñó un ojo y me hizo gestos con la mano, como diciéndome que luego hablaríamos. Lucía era tan dulce, que el simple hecho de pensar que luego la vería me llenaba de paz.
Apartándome hacia atrás en mi asiento dejé pasar a Juan Pedro, que todavía estaba dolorido y se movía muy despacio, durante el viaje en avión se le vio reacio y parco en palabras, verdaderamente era un chico muy frío. Al principio no entendía el porqué de su comportamiento tan distante, si se suponía que habíamos de congeniar, aunque eso a mí tampoco me preocupaba en absoluto, sino todo lo contrario me dejaba más tranquilo. Así que hicimos el viaje a San Francisco sin apenas cruzar palabra, ni con él ni con Lucía, porque Gloria no la dejó libre ni un instante durante todo el vuelo. Llegué a pensar que Gloria tenía celos de mí, cosa que me halagó enormemente, haciéndome soñar despierto.
Por fin estábamos en San Francest, la tarde era clara y habíamos viajado de día con lo que apenas dormimos en el avión, y lo peor era que todavía quedaban varias horas de luz y nos encontrábamos cansados, así que decidimos irnos a dormir para adaptarnos al cambio horario y amanecer descansados, además, el crucero zarpaba al día siguiente de madrugada. Aprovechando que Lucía estaba sola, me acerqué como zorro que acecha a su presa, pero al estar a su lado toda mi locuacidad se perdió.
- ¿Dónde está Gloria? –pregunté por decir algo, incapaz de articular alguna palabra con mayor sentido.
- Está de conferencia con su jefe. ¿Qué tal estás? –sonreía mirándome a los ojos.
- Bien –le devolvía la sonrisa y aguantaba su mirada.
- ¿Qué tal con tu pareja? –preguntó curiosa, mientras sonreía.
- ¡Psss! A penas hemos cruzado cuatro palabras –parecía que el tema lo marcaba ella.
- Es muy atractivo, has tenido suerte –sugirió en tono convincente.
- Sí, la verdad que sí es atractivo –tuve que reconocer.
- Bueno me marcho, ya nos veremos –tras unos instantes de silencio evitando mirarnos a los ojos.
- Hasta luego –me despedí incapaz de retenerla a mi lado.
Tonto de mí, en vez de echarle una flor a ella, le tiro un jarro de agua fría a su autoestima. Que necio fui, podría haberle dicho algo cariñoso, como, “más atractiva eres tú”, o quizás algo más bonito, como, “las rosas palidecen de envidia cuando te miran”. Imbécil que soy, un auténtico memo, nunca me atrevería a pedirle que fuera mi pareja, pero por lo menos podría intentar una muestra de cariño, o un mayor acercamiento; tenía la moral por los suelos. Entonces llegó Juan Pedro, con su pantalón blanco, marcando estilo.
- Buenas Ricardo, mira que hemos hablado poco hasta ahora –me confesaba Juan Pedro.
- Sí, no somos buenos conversadores –no me apetecía hablar mucho, prefería pensar en Lucía.
- Te pusiste muy nervioso el otro día –comentó maliciosamente.
- Sí, un poco –pillado por sorpresa no sabía a que se refería.
- ¡No! Muy pero que muy nervioso –afirmaba convencido.
- Vale un mucho y ¿qué? –me puse nervioso ante su insistencia, sin saber de que iba el tema.
- No, nada, si te pones esquivo me voy –levantando las manos con las palmas hacia delante.
- Es que no sé a que te refieres –confesé contrariado.
- El día de la final, con Braulio –sonrió malicioso.
- Perdona, ese Braulio me daba miedo –sincerándome.
- Sí, tenía pinta de mafioso, seguro que te la guarda, jjiejiejjie –se reía como una sirena de película fantástica, la verdad que me hechizó con su risa.
- No es para bromas –intenté que dejase de burlarse de mí.
- No, hombre, si el pobre apenas tenía para el viaje, por eso se enfadó tanto, el muy tonto envió todo el dinero que le dieron en el concurso a su familia y tuvo que pedir para el billete de avión.
- No lo sabía, de haberlo sabido le hubiera dado yo el dinero para el viaje –dije de corazón.
- Que tierno, si al final vas a ser un buen chico –mirándome a los ojos pasó su mano por mi flequillo poniéndolo a un lado.
- Soy un hombre honesto, y eso nadie lo puede cambiar –contesté molesto por el gesto de su mano.
- No lo dudo. Me gustas más cuando te enfadas –acariciaba con el reverso de sus dedos mi barbilla, sin darse por aludido ante mi repulsa por el desplante anterior.
Su tacto fue cálido, en ningún momento sentí repulsa y creí que mi sexualidad podría normalizarse con Juan Pedro. Terminamos hablando en mi habitación sin ningún tipo de cohibiciones, empezamos a conocernos y nos hicimos amigos.
Gloria vino muy temprano a despertarme, por un momento pensé que esa mujer no dormía nunca y en cierto modo así parecía, puesto que siempre aparecía compuesta y preparada para el rodaje.
- Arriba perezoso –dijo Gloria golpeando la puerta varias veces.
- ¿Qué hora es? –pregunté contrariado.
- Ya son las tres y tenemos que coger el crucero a las seis –insistió Gloria dando dos golpecitos en la puerta.
Estiré mi cuerpo para desperezarme y encendí la luz de la mesita. Con los ojos cegados por la luz intentaba visualizar la pantalla de mi reloj, pero apenas podía ver su silueta. Me froté los ojos con los puños y volví a comprobar la hora. Rayos, pensé, eran las diez AM, algo no cuadraba dentro de mi cabeza, hasta que me di cuenta de que no había cambiado la hora.
Al llegar a la cafetería del hotel, todos habían desayunado y me esperaban, por un momento sentí mi ego realizado al verles a todos con cara de impaciencia. Realmente fue gratificante verlos allí de pie junto a la barra; en un derroche de generosidad por mi parte decidí no hacerles esperar más.
- Te he pedido un cortado y un croissant –dijo Lucía.
- Gracias, pero solo tomaré el cortado, ya habéis esperado mucho –fui hacia el cortado y tomé un sorbo–. ¡Cielos! Esto abrasa.
- Tranquilo, que vamos bien de tiempo, tómalo despacio –sugirió Gloria.
- Es igual, ya tomaré algo en el barco –al verlos mirándome me dio vergüenza y sin mirarles a la cara–. Cuando queráis.
- Andando –Gloria se encogió de hombros y con la mano extendida apuntando hacia la puerta dio la orden a su equipo para que fuesen delante.
El barco era una maravilla, la verdad, mejor de lo que esperaba y la parte superior de la última planta de la torreta de cubierta, era toda para nosotros, con una pequeña zona de solárium privada, con bañera de burbujas incluida, el camarote era más grande que mi piso y la cama parecía un enorme cojín redondo. Las camas del equipo no eran gran cosa aunque sí gozaban de su intimidad, con estrechez para guardar sus cosas pero lo compensaban con el saloncito del camarote que a pesar de ser muy desahogado, lo tenían llenó con el equipo, aunque nosotros dos estábamos muy bien, sin agobios.
Pasaban los días y Juan Pedro se mostraba muy respetuoso conmigo, pero la aptitud de Gloria con Lucía y viceversa, me decepcionaron enormemente, teniendo que refugiarme en él. Primero empezamos con tímidos roces, luego con inocentes besos y a la semana de estar juntos, empezaba a creer que mi sexualidad se había normalizado, pero esa mañana en el solárium, al ver a Lucía, me di cuenta que quien realmente me excitaba era ella.
No podía apartar los ojos de su cuerpo estirado dorándose al sol, recorría con la mirada cada centímetro de su torso, imaginándome cubrir beso a beso cada pedacito de su piel, estremeciéndola con la suave caricia de mis labios, aspirando su aroma y sorbiendo los jugos de su boca.
Para tormento mío, en lo mejor de mi fantasía apareció Gloria, con un bikini apenas perceptible, con la tela justa para que se sujetase. Ella estaba personificando mi fantasía y Lucía no se lo reprochaba.
Asqueado de mí mismo bajé a la zona común de la cubierta de proa; me sentía como una hormiga en un charco, por donde miraba siempre veía a una Lucía y a una Gloria, con distintos cuerpos pero en el fondo eran ellas, dos mujeres o dos hombres, era indiferente, el amor se podía ver, la lujuria y el deseo se respiraba en el ambiente, y como bien me decía Gloria y no se cansaba de repetírmelo, yo tenía a Juan Pedro. Era un muchacho muy cariñoso y comprensivo, pero no le deseaba, mi libido no se despertaba con él.
Cuando miraba a Gloria notaba su mirada de triunfo, altiva y dominante. Yo bajaba la vista y callaba, pero eso era lo que más le agradaba a ella, el sentirse ganadora. Se me ocurrió una idea alocada, le enviaría una flor anudada en uno de mis tangas a Lucía, si me correspondía, ella me buscaría, pero si ella no me deseaba, tan sólo callaría.
Por la noche salí de mi reservado y fui hacia la recámara de Lucía. Al volver la puerta las encontré juntas; Dios, cómo podían evitar caerse en una cama tan diminuta. Ellas dormían espalda con espalda, no podía imaginarlas tocándose, se me revolvió el estómago. Un nudo en la garganta me impidió dejar el tanga y la flor en su almohada, que al final fue a parar a los pies de Juan Pedro.
Por la mañana al despertarse encontró mi tanga anudado en el tallo de la rosa, se colocó a horcajadas sobre mí, yo al sentirle encima me hice el dormido, pero me pasó la flor por la frente y me dio un beso. Abrí los ojos alterado y al ver el tallo de la rosa sujeto entre sus dientes, sentí un deseo que hasta entonces no había sentido por ningún hombre, deseé arrebatarle el tallo con mis dientes y dejar que mi lengua jugase con la suya, pero ahí se quedó, puesto que no quería que las cosas se nos fueran de las manos y que a la hora de la verdad rechazase a Juan y éste se sintiera molesto. Así que opte por darle los buenos días con un tímido beso.
Los días pasaban, el barco hacía escalas y los pasajeros iban y venían al barco. Yo cada vez me sentía peor, mi frustración aumentaba día a día, y Lucía apenas me dirigía la palabra. Vivía su romance con Gloria y se la veía feliz, hasta el punto de olvidarse de mí. Yo intentaba olvidarla deseando su felicidad, pero mi obsesión iba en aumento, cuanto más me ignoraba más me obsesionaba con poseerla. Apenas comía, Juan Pedro no sabía qué hacer para animarme y en el fondo creo que él lo sabía, y eso, me producía un malestar aún mayor.
- Estás muy triste, y eso me duele –me dijo preocupado por mi estado de ánimo.
- No pasa nada Juan, estoy algo mareado eso es todo. El mar no me sienta bien –mis excusas cada vez eran más pobres.
- Pero al principio no te pasaba. ¿He hecho o dicho algo que te ha molestado? –preguntó apesadumbrado.
- No, tú has sido un buen compañero, mucho mejor de lo que yo he sido contigo –reconocí cogiendo su mano.
- ¿Quieres que hagamos sexo? –propuso para animarme.
Por un momento me quedé pensativo, no tenía ganas de sexo, es más lo último que deseaba era mantener una relación con Juan. Mi obsesión era toda por Lucía, la veía y no podía tocarla, nos mirábamos y no podía decirle lo que sentía por ella para no herirla y, sin embargo, sufría tanto que no vivía.
- Te parecerá imposible, pero soy virgen y me da miedo –puse de excusa.
- No te preocupes, yo te enseñaré –poniendo cara de no haber roto un plato.
Con su carita de niño bueno, y esa sonrisa pícara, yo no pude resistirme a su ofrecimiento, pero cuando elevar al hermanito, se echó las manos a la boca y me dijo.
- Mejor pajitas –dijo arqueando la cejas haciendo movimientos afirmativos de cabeza.
Nuestra relación se fue consolidando, ahora compartíamos algo más que una amistad, éramos compañeros de juegos íntimos. Empezaba a tomarle cariño aunque seguía obsesionado con Lucía, siempre pensaba en ella: su cuerpo estirado en la hamaca bronceándose, la imaginaba entre mis brazos, templando su cuerpo con suaves susurros de amor, palpando su vientre con mis temblorosos dedos, sintiendo la vida que juntos creamos, besando sus pechos, lamiendo su lengua en juegos de gatos, sintiendo sus dedos tocando mi sexo, y mirando sus ojos pidiéndome un beso.
El día veinte de viaje llegamos a Kalao, bajamos a la Isla e intenté distraerme con Juan. Él se esmeró para agradarme el día, pero, aún así, y todo seguía obsesionado, y la única cura era dejar de verla, porque, verla con Gloria me provocaba más tristeza; fuimos a un espectáculo mixto en el que unos danzantes nos provocaban con sutiles bailes tribales cargados de erotismo, blandiendo el cuerno que contenía su pene y haciendo temblar sus glúteos y provocando a los espectadores para que pusiéramos nuestras manos en ellos.
La cena fue espectacular, basada en frutas y pescado desecado, acompañado con vino de coco y dulces vitrificados con una especie de gelatina. La cena, por ende exquisita, llegó a su máxima calificación cuando comprobamos que eran ciertas las propiedades afrodisíacas que nos habían aseguraron que poseía. Tomé de la mano a Juan Pedro y me lo llevé a un rincón apartado, donde apenas había luz. Rompiendo por primera vez, con mis viejas costumbre para después de cenar: visitar el aseo, lavarme los dientes y auto aliviarme pensando en Lucía.
La mañana que debíamos zarpar de Kalao rumbo a Lilaio, muy de madrugada, cuando apenas la luz del alba iluminaba la cubierta del barco, el contramaestre nos despertó muy nervioso, alertándonos para que estuviésemos preparados con los chalecos salvavidas dispuestos para abandonar el barco. En unos momentos estabamos preparados en cubierta. Fue entonces cuando nos comunicaron que había un aviso de bomba. El nerviosismo se apoderó de nosotros originando un escándalo que alertó a algunos viajeros más madrugadores. En pocos minutos el pánico dominaba el barco, pero para entonces nosotros, los más privilegiados de primera clase, ya estábamos en el muelle viendo la histeria que dominaba a los viajeros. Paradójicamente cuando posiblemente no habría ningún viajero ajeno a la noticia, se oía por la megafonía del barco como anunciaban a los pasajeros el aviso de bomba, pidiendo orden en el desalojo del barco.
Allí se veía de todo menos orden, algunos incluso saltaban de planta superior a inferior en busca de una mejor posición de salida. Ironías del destino; nosotros llevábamos el salvavidas y habíamos bajado por las pasarelas a los botes. Algunos infelices se tiraban al agua sin chaleco, obligando a una patrullera que providencialmente se encontraba por allí, a pescarlos literalmente del agua.
A las tres horas preguntaron por mí en la comandancia del puerto. En un principio me extrañé pero no le di importancia. Al presentarme ante el policía me enseñó mi maleta y tras reconocerla me esposaron y me llevaron con ellos a un tugurio de mala muerte, sucio y mal oliente.
- ¿Dónde le pasaron la heroína? –con voz seca el policía insistía una y otra vez, presionando mi cara con una revista enrollada.
- Se lo juro, no sé nada de esa droga –una y otra vez respondía lo mismo.
- Llevamos siete horas aquí y solo nos ha contado sandeces –se podían ver aflorar los nervios en la cara del policía.
- Se lo he dicho, no sé nada de la droga, alguien la metió en mi maleta.
- No me lo creo, mira, podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Tú decides.
- Ya se lo he dicho mil veces, yo no sé nada de esa maldita droga.
- Frida venga aquí, vamos a hacerle una auscultación táctil, por si le queda más droga escondida por algún sitio –dijo el policía esbozando una sonrisa.
- ¿Qué van a hacerme? –contesté preocupado.
- No te dolerá, además, ya tienes que estar acostumbrado a meterte cositas por ahí – La risa sarcástica del policía me puso nervioso, mientras la mujer policía se enfundaba un guante de látex.
- Mira por donde me has caído simpático, y casi me resultas atractivo. Voy a ser yo quien te busque dentro del agujerito –me susurró el policía al oído.
- Dios, están locos, quiero que venga un abogado ya –exigía mis derechos una y otra vez y siempre me ignoraban.
- No te pongas nervioso o esos dos policías te van a poner la cara guapa –me amenazó.
El policía se enfundó el guante, cogió un tubo de crema y se embadurnó la mano por completo, abriendo y cerrándola ante mis ojos para intimidarme, pero ante mi tozudez llamó a otra agente.
- Espera, ahora que lo pienso, a Simone le gustan estas cosas, y no queremos que nos acuses de abuso sexual con los prisioneros. ¿No es así Frida? –el policía miraba a su compañera de reojo.
- Sí, me temo que no vas a poder disfrutar con este pájaro, te podría acusar de abusar sexualmente de él –comentó Frida.
- Sí, será mejor que venga Simona –afirmando con la cabeza, dijo el policía mirándome con una mueca sonriente.
Al rato llegó una mujer descomunal, de al menos dos metros de estatura y con unas manos como platos soperos. Se me quedó mirando, se enfundó un guante y frotando la mano de su compañero para sacar todo el lubricante comentaba.
- Este pollo seguro que tiene el buche lleno de globitos, pero estas manitas lo van a dejar muy limpito.
- ¿Seguro que sigues insistiendo en que no sabes dónde, ni quién te pasó la droga? Mira que cuando Simone termine contigo, no te van a quedar ganas ni de sentarte –la seriedad con que el policía me susurró al oído, me provocó un ataque de histeria.
- Se lo juro por lo más sagrado, no sé nada de esa droga, y quiero que venga mi abogado –grité sollozando.
- ¿Qué pasa? No conoces tus derechos, camello de mierda, los camellos no tenéis derecho a nada, los narcos sois basura, y si hay que estar setenta y dos horas haciéndote preguntas, no lo dudes que estaremos, y si después aún te quedan más ganas de hablar, podrás llamar a un abogado, pero mientras, eres nuestro.
Dos policías vinieron hacia mí, me sujetaron con fuerza, me bajaron los pantalones hasta los tobillos y me inclinaron sobre una mesa. Gritaba como un loco pidiendo ayuda inútilmente; cuando Simone me introdujo el primer dedo, creí rasgarme, pero cuando introdujo el segundo, el dolor se hizo insoportable. Podía sentir el desgarro dentro de mis entrañas. Intenté por todos los medios liberarme del agarre, pero era imposible; cuanto más lo intentaba, más me dolía. El continuo forcejeo me provocó un número considerable de hematomas en las piernas, oprimidas fuertemente por las manos de los dos policías; el dolor se hacía insoportable, sentía dentro de mí un fuerte quemazón, preso del histerismo comencé a golpearme la cabeza contra la mesa. Por más que intentaron los policías inmovilizarme sobre la mesa, las magulladuras empezaron a ser perceptibles en mí cara.
- No te resistas que te dolerá más, a Simone esto le proporciona un gran placer, y aún le quedan tres dedos por meter.
El cansancio y la angustia me hicieron perder el conocimiento, y lo primero que vi después de esto fue la cara de Simone frente a mí. La histeria hizo que echarse a correr hacia la salida. Esposado a la espalda y con los pantalones bajados, no llegué muy lejos, tropecé con mis pantalones y caí de bruces contra una percha, golpeándome el ojo con una de las bolas del perchero, volviendo a perder el conocimiento.
Al abrir los ojos, noté un fuerte dolor de cabeza y la visión algo nublada, al tocarme descubrí una enorme deformación en mi ojo derecho, que me dolía tan sólo con rozarse; no me atrevía a mirar a los lados, pero al mirar el techo, vi que la lámpara del cuartucho donde me habían interrogado ya no estaba, me encontraba en una cama y estaba tapado, miré hacia un lado y la visión de una enfermera me tranquilizó.
- Ricardo ¿Cómo te encuentras? –me preguntó Lucía en voz baja para no molestarme.
- Me han dado una buena –me lamentaba.
- Sí, te han dejado echo un asco –dijo cogiendo mi mano con ternura.
- ¿Quién me ha pasado la droga? –pregunté asqueado.
- Juan Pedro se entregó ayer. Cuando te trajeron aquí, confesó que había metido la droga en tu maleta –contestó Lucía con frialdad.
- No es posible que me hiciera una cosa así –no deseaba creerlo.
- Hay veces que las apariencias engañan, parecía tan modosito y ya ves –dijo lucía acariciándome el cabello.
- Lucía eres un cielo, si pudiera besarte te besaría, pero el labio me duele horrores.
- Gloria ha preparado todo para volver, esta publicidad no beneficia al canal, suspendemos el viaje y a partir del mes que viene empezarán la nueva edición de la soltera del año –me explicó Lucía.
- Estas muy colgada por Gloria ¿Verdad? –pregunté resignado.
- Calla, las dos te queremos mucho y vamos a cuidar de ti –dijo Lucía apretando mi mano.
- No hace falta, no pienso denunciar al canal, sólo deseo marcharme cuanto antes de aquí y volver a casa.
- Qué tonto eres. Quiero que vivas con nosotras, mientras te recuperas –me susurró con ternura.
El canal adujo una enfermedad de Juan Pedro para terminar con la emisión del programa, lo cual me alegró, ya estaba cansado de tanta cámara siguiéndome a todas partes, además, podría retomar mi vida donde la había dejado.

Capítulo V “El sueño se hace realidad”
Se me había abierto el cielo de par en par, estaba dispuesto incluso a perdonar a los desaprensivos que me sometieron a sodomía, así que embarcamos en el primer avión que salió para Opana y curé mis heridas en compañía de la persona que amaba. Había olvidado los buenos momentos vividos con Juan, y allí quedó olvidado junto a los malos recuerdos que guardaba de Kalao.
Nos alojamos en casa de Gloria y las dos se deshicieron en atenciones, me mimaban y cuidaban como a un niño, aunque sufría de celos carcomiéndome por dentro, al verlas cada mañana levantarse juntas de la misma cama. Así que una vez restablecido opté por volver a mi casa.
Habían pasado tres meses y el médico ya no me quiso renovar la baja, así que me vi en la obligación de volver a la realidad del trabajo y aguantar las miradas de mis compañeros. La casualidad quiso que me encontrase con Lucía en la entrada. Mi cara mostraba alegría al ver su rostro, pero ella no dijo nada y evitó aguantar la mirada, mostrándome su incomodidad, así que dejé que ella entrase primero y a los cinco minutos entre yo.
Todos en la oficina sabían lo ocurrido con Juan, así que por prudencia o por decoro, se limitaron a saludarme, omitiendo en lo posible mirarme a la cara. Yo por mi parte tomé asiento eche un vistazo a mi alrededor y saboreé cada imagen que mis recuerdos iban descubriendo. Allí encontré los rostros familiares de Alberto, Inés, Carlota, Lucía, Antonio y los demás.
Lucía en su mesa frente a la mía a escasos diez metros, sola para mí, sin la supervisión de Gloria. Esperaba impaciente a que dieran las diez para que Lucía viniese a ofrecerme el café. Esta vez iría con ella, la acompañaría al cuarto comedor y tomaríamos un café juntos, conversaríamos y le confesaría mis sentimientos por ella, aunque seguro que los conocía ya, si no por Gloria, por las miradas y la forma de temblar cuando me tocaba, de seguro lo habría intuido. No obstante, yo estaba dispuesto a declararle mi amor terminando así con la tortura que atenazaba mis sentimientos.
- Ricardo ¿Te apetece un café? –la voz de Alberto me devolvió a la realidad, miré el reloj y faltaban diez minutos para las diez.
- No gracias, más tarde lo tomaré –me excusé.
Sólo tenía ojos para mirar a Lucía, estaba guapísima, con una blusa de seda que remarcaba sus pechos, su pelo recogido atrás, una faldita que apenas tapaba nada y sus largas piernas cruzadas tapando la escasa tela de su tanga. Era la mujer más atractiva de la oficina, comparándola con las otras compañeras del trabajo, incluso alguna le tiraba los tejos, aunque siempre las había esquivado. Sin embargo, con Gloria, no sé que había visto en ella, aunque poseía un voluptuoso atractivo, todo en ella era postizo desde su pelo hasta las uñas de los pies, pasando por sus nalgas, su pecho, sus labios, sus pómulos, y el abdomen. Realmente para mí no tenía mayor atractivo que el estético, porque ella, hasta en su personalidad era falsa.
Ya se había levantado y se acercaba a mi mesa, como movida por unos resortes contoneaba sus caderas excesivamente. Algunas compañeras seguían sus movimientos con la mirada, seguramente deseando poner sus manos sobre ella, pero ahora venía hacia mí.
- ¿Te apetece un café? –ofreció secamente.
- Esa era la pregunta más esperada de la mañana, te acompaño –me levanté y fuimos conversando.
- Nos están mirando –comentó Lucía en voz baja en un intento por esquivarme.
- ¿Podrás soportar sus cuchicheos? –afirmé.
- Tú eres el jefe, me perjudicará en mi relación con mis compañeros –se lamentaba.
- No lo aguanto más, tengo que hablar contigo –sin escucharla, la tomé de la muñeca y tiré de ella hacia la sala comedor, sin importarme lo que pudiesen pensar los demás.
Al salir de allí, algunos de nuestros compañeros, extrañados por mi comportamiento nos siguieron con la vista, pero a pesar de ello no me importó en absoluto, si con ello ganaba a la persona que amaba, o cuando menos me libraba de la tortura a la que me estaba sometiendo con su indiferencia.
- Lucía estoy obsesionado contigo, sueño contigo, te deseo, te amo, creo que no puedo vivir sin ti, y solo de ver que quieres a Gloria me enferma –confesé sin darle opción a replica.
- Calla, quiero tener un hijo tuyo –en voz baja y casi susurrándome al oído.
Esas palabras me llenaron de orgullo, para mí era como un “te quiero”, pero cuando llegó el momento de la verdad, todo era distinto a lo que había planeado para ese momento, puesto que la propuesta llevaba el sello de Gloria.
La puesta en escena era dantesca, las dos mujeres me esperaban, yo en mi ingenuidad creía que Lucía quería decírselo a Gloria, pero fue todo lo contrario, fue ella la que me dijo a mí.
- Ricardo, hemos hablado y Lucía y yo pensamos tener una hija, y queremos que tú seas el donante –soltó de golpe, sin darme tiempo a reaccionar.
- ¿Una hija? –pregunté abstraído sin dejar de mirar a Lucía.
- Tú si quieres puedes tener un hijo al que cuidar, pero considera el riesgo de un embarazo doble para Lucía, y lo difícil que es educar solo a un hijo –intentó convencerme Gloria.
- ¡Queréis tener una hija! –contesté indignado.
- Sí naturalmente, queremos una niña, no queremos tentar la suerte –esas palabras de Gloria me dejaron helado.
- Perdona mi estupidez, pensé que me querías –me dirigí a Lucía.
- Te quiero, siempre te he querido –sus palabras parecían sinceras.
- Pero... –como un estúpido esperaba una excusa creíble.
- Gloria y yo nos vamos a casar, y no le parece acertado que conciba una hija tuya a través de sexo por los riesgos de error que eso conlleva.
- Yo te quiero más que nada en este mundo, y me pides eso. Yo, que deseaba vivir junto a ti, gozar del sexo contigo y tener hijos. Me pides que te ceda mi esperma. ¿Me lo extraerás tú, o quizás tú Gloria? –pregunté indignado.
- Habíamos pensado en extraértelo entre Lucía y yo, darte entre las dos una noche de placer. Pero tendrías que dejar el pajarito quieto una semana, para garantizar la cantidad suficiente para obtener una muestra optima –me condicionó Gloria.
Ella lo tenía todo calculado, a fin de cuentas era una decepción más. Ella me quería, pero no como la quería yo, tan sólo quería mi esperma, quizás por capricho o por algún remoto rescoldo de afecto. En el fondo daba igual, ella me iba a proporcionar una noche de amor. Eso para mí era la culminación de mis sueños y seguramente la máxima aspiración a la que podía llegar. Como un colegial contaba los días, reprimía mis instintos y procuraba no mirar los canales femeninos de la tele, para evitar la tentación, que el uso cotidiano me pedía por las noches, y que su falta, ponía en evidencia bajo el pantalón de mi pijama por las mañanas al despertarme.
- Lucía hoy hace el cuarto día, creo que estoy a rebosar, ¿no podría ser hoy? –insistía a Lucía mientras subíamos por el ascensor del trabajo.
- Debes calmarte, ya sólo faltan tres días, nosotras esperamos el momento con mucha ilusión, no rompas la magia de ese instante –respondió con perversa saña.
- Tienes razón, soy un pesado, pero podríamos probar hoy y si la muestra no sirve podemos quedar otro día –no me rendía y seguía intentándolo.
Me miró, se acercó a mi oído y con un suave beso me susurró.
- El oso paciente se come la miel más dulce –dijo vocalizando.
- No me importa comer la miel insípida si la tomo de tus labios, pues tus labios son dulces y hasta la hiel más amarga se tolera si se toma de ellos –le reproché.
- Eres un encanto, pero amo a Gloria y es mí pareja –cortó fríamente.
- Entonces ¿Qué soy para ti? Una figurita de licor siempre lista para un trago, o quizás un pelele al que no sabes como quitarte de encima –respondí amargamente.
- Tú eres mi segundo amor, el futuro padre de mi hija –siguió hablando en voz baja.
- Lucía por Dios que estamos llegando a la planta, dime que sí antes de que el ascensor rompa mi corazón en dos pedazos –mi corazón palpitaba con ritmo acelerado.
- No insistas más, ya sabes que te quiero, pero ser hetero no está bien visto y menos para una chica –intentaba por todos los medios que la dejara tranquila.
- ¿Y yo? ¿Por qué no piensas en mí por un momento? A ti te gustan también las mujeres –protesté desconsolado.
- Ya estamos, calla –me besó en los labios y un sentimiento de bienestar me invadió, haciéndome caminar como por una nube.
Mis ojos no podían dejar de mirarla, aunque ella para evitar provocarme, llevaba ropa poco sugerente. A pesar de ello tan sólo con mirar sus ojos, mis pensamientos se disparaban.
Se marchó hacia su mesa evitando contonearse, pero al sexto o séptimo paso, le traicionó la mesura y comenzó poco a poco, como un péndulo al iniciar un vaivén. Para cuando llegaba a su mesa el meneo de caderas era tan exagerado que hasta le temblaban los mofletes. Solo de pensar lo que ocultaban esos horrendos pantalones negros, se erizaba todo el vello de mi cuerpo y lo que no era el vello, también.
Los siete días exactos, Gloria quería el cien por cien de garantías y seguramente no pensaba darme una segunda oportunidad. A pesar de mis intentos sucesivos para convencer a Lucía, siempre estaba Gloria para frenar mi libido, pero el gran día llegó y Gloria consentiría, que hiciera realidad mis sueños, poseyendo a Lucía y dándole de mí todo lo que ella quisiera tomar.
En la puerta de su casa temblando como un colegial en su primera cita, intenté tocar el timbre, y era tanto el temblor en mi mano que no era capaz de acertar con el botoncito dichoso. Lucía estaba mirando por la ventana y antes de que pudiera acertar a pulsar el timbre, ella me abrió la puerta. Al cerrarse tras de mí, los nervios me traicionaron yendo a besar a Lucía como un desesperado, sin darme cuenta que Gloria cuidaba su posesión, hasta el punto de tirar de mí antes de consumar el beso.
- Quieto león, no seas impaciente –dijo Gloria visiblemente molesta.
Me llevaron a una salita contigua a su dormitorio, me ofrecieron un taburete y con la puerta de su habitación abierta empezó el espectáculo. Primero entró Gloria al dormitorio con una transparencia y un tanga; su cuerpo visto así era muy sugerente, y después lo hizo Lucía con un corsé ajustado bajo su pecho y sin nada más; una a la otra se acariciaron, cuando me vieron tan nervioso que me subía por las paredes, volvieron la puerta lo justo para que el morbo me hiciera correr el taburete hasta poder ver a través de la rendija entreabierta de la puerta.
Como un voyeur miraba como se intercambiaban caricias, sufría en silencio mi deseo, mientras Gloria miraba hacia la puerta y sonreía, yo bajaba la vista y esperaba impaciente la voz que me autorizara a entrar.
- Hoy es el día y este el mejor momento. ¡Voy a entrar! –les grité, incapaz de aguantar más.
- Si estás preparado puedes entrar –contestó Gloria.
Como un escolar primerizo entré a su dormitorio, allí me quedé esperando como un pasmarote, de pie sin reaccionar viendo como se acariciaban, y se besaban, el estómago se me revolvió al ver la pasión que ponía Lucía en sus besos, dejándome helado. La erección que me habían provocado con sus juegos, vistos desde la butaca, se había disipado como el humo al ver como Lucía sorbía la lengua de Gloria. Por un momento tuve miedo de no ser capaz de levantar el pajarito.
Gloria me tomó por la mano, me tumbó sobre la cama y empezaron a desnudarme, la rabia y el asco que sentía hacia Gloria se ahogaron al sentir como Lucía pasaba mi mano por su sexo, todo fue muy rápido no recuerdo como ni quien pero antes que me diera cuenta ya tenía puesto el preservativo y me estaban masturbando entre las dos. Antes de que me diera cuenta ya me había ido, ellas habían exprimido hasta la última gota y se vistieron mientras se miraban sonrientes. Apretaban con fuerza la boca del preservativo, lo miraban y sonreían. Yo con cara de imbécil miraba como salían por la puerta hacia la calle. Sin reaccionar seguí tumbado intentando analizar lo que había pasado, y antes de darme cuenta que me habían utilizado, ya habían salido corriendo hacia la clínica, dejándome allí con cara de bobo, desnudo y con los pantalones en los tobillos.
Me vestí indignado conmigo mismo, recogí mis cosas y marché a mi apartamento totalmente fuera de mí, convencido de que aquella rápida masturbación entre las dos, había sido calculada al detalle; los siete días de abstención, la escena de cama, la puerta entreabierta, todo para ponerme como una moto y fuera lo más rápido y limpio posible, y sin necesidad de penetrar a Lucía. Gloria lo había maquinado muy bien y yo había picado como un panoli. Seguramente a lo máximo que Gloria me hubiera permitido llegar con Lucía, había sido esa triste aunque placentera masturbación en equipo, que probablemente no volvería a repetirse.
















Capítulo VI “Juan Pedro vuelve a casa”
Pasaron los meses y Lucía cada vez estaba más gorda y parecía más distante, ya no era ese bombón apetecible por el que suspiraba, ahora más bien era un bollito relleno. Sus sugerentes blusas de seda se habían transformado en amplios blusones de lino, que nada dejaban traslucir. Apenas ya nos mirábamos; mi amor por ella iba apagándose como su belleza, intentando convencerme a mí mismo que nunca la había querido, que ella sólo había sido un cuerpo de deseo. Al llegar el día del alumbramiento fui a ver al fruto del desencanto. Era muy blanquita con una melena muy poblada y muy negra, los ojos apenas los podía entreabrir. Me pareció una niña muy fea, comparada con la belleza furtiva de su madre, pero cuando vino Gloria con los papeles de la paternidad se me revolvió el estómago, no podía tragarla desde el primer beso que le dio a Lucía, pero después de la jugada del trío, todavía menos.
- Hola campeón, tienes una hija muy guapa; aquí tienes la renuncia a la paternidad a favor nuestro –con mirada despectiva esperaba a que firmase, ofreciéndome el bolígrafo.
- No pienso firmarlo –dije con rotundidad, marchándome de allí.
- Deberías, la niña nunca te la van a dar a ti mientras estemos nosotras –gritó Gloria rabiosa.
- Lo sé, pero aun así no firmo. Que tengáis un buen día –me di la vuelta y me alejé sin mirar atrás.
- Me das asco, te crees muy hombre, y solo aguantaste dos minutos, por poco no das tiempo ni a ponerte la goma, pero esa niña es nuestra y no podrás evitarlo –me repetía con furia, intentando herirme.
Allí se quedó Gloria insultándome con cara de amargada. Por primera vez me sentí triunfador.
Pasaron dos meses del nacimiento de Nieves y me escapaba a verla cuando podía, esperando en la esquina a que Lucía la sacara de paseo. A ella no le agradaba pero no le quedaba más remedio, puesto que de no permitírmelo, hubiera reclamado un régimen de visitas.
Estaba preparado para salir de la oficina temprano para ver a Nieves, cuando me entregaron una carta de Juan Pedro. Yo casi había olvidado todo por lo que me había hecho pasar, así que la arrojé a la papelera, aunque luego busqué en lo más profundo de mis recuerdos y hallé uno bueno de los dos juntos; me quedé pensativo y por un instante dude entre recogerla o dejarla ahí en la papelera, al final le concedí un último minuto, en recuerdo de los buenos momentos vividos y abrí la carta.
“Imagino que aún no te has dado cuenta del sacrificio tan grande que por amor hice; al verte en la camilla saliendo por la puerta de la comisaría inconsciente, escuché a una policía como se burlaba de todo por lo que te habían hecho pasar, y que cuando estuvieses mejor seguirían con el tratamiento hasta que firmases la confesión.
Me dolió tanto el verte en ese estado que cometí la locura de entrar a preguntar de qué se te acusaba, y descubrí por todo lo que te hicieron pasar, porque yo fui tratado igual que tú, pero la visión de como te habían dejado me acobardó y firmé la confesión. Ellos querían que dijese que tú eras mi cómplice, seguramente asustados por las posibles represalias por los malos tratos a los que te sometieron, pero llegué a un acuerdo y firmé dos confesiones una de agresión a ti y otra de tráfico de drogas.
No sé si tú eras culpable, pero te suplico si alguna vez hubo algo entre nosotros que contactes con este bufete de abogados cuya tarjeta te mando, nos casen por poderes para que puedas disponer de la parte del pub que ahora lleva mi socio, véndela y dale el dinero a los abogados para que lleven mi caso, porque esto es algo insoportable y prefiero morir a seguir aquí preso en esta cloaca; aquí te adjunto la solicitud de divorcio firmada, para que una vez que hayas realizado los trámites con los abogados no tengas compromiso alguno conmigo.
El tiempo no ha impedido que mis labios aún recuerden pronunciar tu nombre... Ricardo”
Por unos momentos me quede paralizado, me puse en pie y rodeé mi mesa. Releí la carta una y otra vez, intentando encontrar un hilo de cordura en lo que había pasado. La sangre se me quedó helada, me dispuse a salir para ver a Nieves, pero en mi mente se repetía la carta una y otra vez, ante la posibilidad de que Juan Pedro dijera la verdad. Esperé a que Lucía saliera de la guardería con Nieves y con la cara descompuesta le entregué la carta, mientras intenté disimular mi ofuscación haciéndole caras a Nieves.
En un principio no le dio importancia al papel, pero al ver el mimbrete de Kalao, noté como palidecía y se ponía muy nerviosa, a pesar de no haber visto quién la mandaba. Sin leerla me la devolvió y empujó el carro hacia delante.
No comprendía su aptitud, Estaba claro que me guardaba rencor, por no renunciar a la paternidad de Nieves, pero podía haberse dignado a leer la carta de Juan Pedro.
Llamé a los abogados y me solicitaron un anticipo de cien mil lerdos, cantidad que me pareció desorbitada y muy por encima de la cantidad que Juan Pedro me había dicho. Descompuesto salí hacia el banco, les transferí los cien mil lerdos y me dirigí hacia su bufete.
Después de exponerles el caso, uno de los socios más veteranos, me puso la mano en la espalda y acompañándome hacia la entrada me dijo.
- Amigo, consigue diez mil lerdos más en efectivo, y puedes dar a tu pareja por liberado. Entre tanto iremos haciendo las pesquisas necesarias, para que por lo menos el tiempo que le queda preso lo pase lo mejor posible.
Me marché pensativo, esos diez mil lerdos seguramente fueran todo el capital de que disponía juntando los flecos de todas mis cuentas, después de haber liquidado mis deudas y malgastar una cuantiosa suma en caprichos tontos, pero, no quería que Juan Pedro perdiese su pub.
Conseguí reunir los diez mil, y para entonces el bufete había contratado a los mejores detectives y mercenarios, que estratégicamente había ido infiltrando en lugares cruciales. Recabando información sobre: la tripulación del barco en el último año, funcionarios y policías. Satisfactoriamente para mi descanso, no tardaron en conseguir buenos resultados.
Indagando encontraron pruebas que inculpaban a varios tripulantes y a un contramaestre, pero eso no daba con el supuesto contacto que había proporcionado la droga a quien la escondió en mi maleta.
Siguieron las pesquisas. En un mes habían conseguido la condicional para Juan en espera de juicio. Fui inmediatamente para allá, esperando encontrar a un desmejorado Juan Pedro, pero la realidad superaba la ficción el atlético cuerpo que se bronceaba en la piscina del transatlántico, se había demacrado hasta perder doce kilos. Del muchacho bien plantado que había conocido apenas quedaba su sonrisa al verme. Dándome un entrañable abrazo, sobraron las palabras.
- ¿Por qué no escribiste antes? –pregunté desolado.
Con lágrimas en los ojos, agarrado mi mano como el náufrago que se aferra a su salvavidas, no podía articular palabra, volcándose sobre mi hombro derramó sus lágrimas, hasta que sus ojos quedaron secos, y sus labios más calmados pudieron decir tres palabras.
- No me dejaron...
Entonces comprendí su frustración y sufrimiento ante las vejaciones a las que había sido sometido. No me atreví a preguntarle nada más, me limité a dejarme abrazar mientras le acariciaba su desmadejado cabello.
Habíamos pasado dos semanas en la Isla esperando noticias de los abogados y un nuevo fleco se destapó, al aparecer por casualidad la cinta de ese día en el que fui maltratado.
Las cosas parecían estancadas. Cuando se intentaba localizar a la persona que pudo introducir la droga en mi maleta, un muro de silencio borraba las pistas. Todo resultó muy confuso; la droga había desaparecido de la comisaría, nadie la había visto nunca. Al parecer o se había evaporado o alguien la había hecho desaparecer del escenario. Se solicitó el sobreseimiento por falta de pruebas y no sé como lo hicieron, pero salió bien la jugada, los abogados lo pusieron fácil. Mereció la pena contratarles, porque si no hubiera sido por ellos, Juan Pedro hubiera seguido por tiempos en la cárcel.
Tomamos el primer avión y regresamos a casa, todo parecía que podía volver a su ser, pero a Juan Pedro le obsesionaba encontrar a la persona que introdujo la droga, era un sin vivir. Yo intentaba ayudarle en lo posible pero no respondía a los estímulos afectivos que le daba, él tenía la idea obsesiva de encontrar a la persona que le había robado dos años de vida. Pasó el tiempo sin hacer mella en su obstinación, sino al contrario, cada vez se encerraba más en sus rencores.
- Te encuentras cansado, debes descansar un poco –intentaba hacer que Juan durmiese un poco, pero acostumbrado a los abusos de la cárcel le resultaba imposible conciliar el sueño más de dos horas seguidas.
- No te preocupes, estoy bien. He vendido mi parte del pub a mi socio –de improviso me dio la noticia.
- Pero tú lo querías, era todo para ti. ¿Por qué lo vendiste?
- No podía atenderlo, y necesitábamos el dinero –dijo con frialdad.
- Es irracional, con mi sueldo podemos tirar bien –intenté comprender el motivo de su decisión.
- No quiero ser un parásito, el dinero me permitirá hacer algo desde casa –dijo sin mirarme.
- ¿Ya has pensado qué quieres hacer? –resignado no quise violentarlo más.
- Sí, algo tengo en mente –con la mirada perdida iba meneando la cabeza.
Entonces no comprendí a que se refería cuando dijo eso de, “algo tengo en mente”, pero el tiempo desveló la trama. Su obsesión me daba miedo, pero algo en él me atraía, quizás fuera compasión o tal vez la necesidad de compañía.








Capítulo VII “El rapto de Nieves”
A pesar del hueco que había llenado Juan Pedro en mi vida, seguía hechizado por Lucía. Todos los días en la oficina soñaba despierto con ella, la imaginaba con nuestra hija, los tres correteando por el parque, jugando, o sentados bajo un arce. Su rostro sereno se alteraba cuando se daba cuenta que la miraba. Yo avergonzado bajaba la mirada a los papeles y seguía soñando despierto.
Me encontraba a gusto porque Juan Pedro estaba sonriendo y parecía que la vida le comenzaba a ser favorable. Salí del ascensor y entré a la oficina, pero al colocarme en mi mesa noté su ausencia, sin aparentar preocupación dejé que transcurriera la mañana con normalidad, aunque a la hora de salir pregunté a todos y nadie supo decir nada sobre Lucía, preocupado dejé pasar el día sin notificar su falta. Al día siguiente fui a su casa a interesarme por su estado de salud, pero nadie me abrió, llame de nuevo, vi a Nieves a través de las ventanas y ella me saludaba con su pequeña manita, pero al acercarme a ella Gloria me miró con desprecio y bajó las persianas. Fui a la oficina pero tampoco había ido a trabajar, empecé a preocuparme y la llamé por el móvil, pero nadie cogió el teléfono. Al salir del trabajo, me aposté en un bar que había frente a su casa. Tomé cinco cafés, y estuve toda la tarde esperando ver salir de la casa a la niñera de Nieves para preguntarle por Lucía, pero esa tarde nadie salió de la casa.
Por la mañana tomé un día de asuntos propios, aunque salí de casa a la misma hora de siempre para que Juan no sospechara.
- Me voy a la oficina amor, ¿quieres algo? –pregunté como de costumbre.
- No cariño, hoy tengo mucho trabajo que hacer –contestó con un tono extraño.
- Te veo contento, me gusta verte así –agarrándole por la cintura le besé.
- ¿Sabes? Creo que a partir de ahora voy a poder estar siempre así –me dijo con mirada extraña.
- ¿Has conseguido nuevos clientes? –pregunte ilusionado por su cambio.
- No, deja que estoy bien así, tengo dos libros que traducir y no sé cuando los terminaré –animado por su trabajo, quería hacerme ver lo ocupado que estaba.
- Bueno me voy que hago tarde –me despedí quiñándole un ojo, sintiéndome culpable por ese pequeño engaño.
Salí de casa y me dirigí a mi puesto de vigilancia, allí me mantuve hasta que llegó la niñera y Gloria salió de la casa. Esperé a que se alejara y con sigilo me acerqué a la casa. La niñera seguramente no querría decirme cómo estaba Lucía, aunque, quizás con un poco de empeño ella misma aceptase verme.
- Buenos días, soy Ricardo Hernández –me presenté ante la niñera.
- Sí le conozco, no estoy autorizada a dejarle ver a la niña –respondió secamente.
- No, por favor no cierre, sólo quiero ver a Lucía –le rogué.
- La señora Lucía no está en casa –dijo empujando la puerta.
- ¿Dónde la puedo encontrar? Lleva dos días sin acudir al trabajo –bloqueé la puerta con mi pie.
- No sé, pregúntele a la señora Gloria –intentaba cerrar la puerta dando golpes continuos a mi pie..
- La señora Gloria y yo no congeniamos, pero quizás esto le ayude –puse en su mano un billete de diez lerdos y por un momento se le vio la intención de hablar.
- Mire, tenga esto y márchese, no quiero problemas –me devolvió el dinero y siguió empujando la puerta, aunque ahora con menos virulencia.
- Está bien –sujeté su mano y puse dentro cinco billetes más de cinco.
Por un momento sus ojos se quedaron fijos en el dinero, pero en un acto de remordimiento me los devolvió y pisó mi pie para que lo retirase; yo le hubiera seguido ofreciendo dinero, pero era todo lo que llevaba encima, y parecía una chica muy íntegra, así que saqué el pie y desistí de mi empeño.
- Espere un momento –llamó mi atención haciendo que me diera la vuelta–. A la señora Lucía se la llevaron presa.
- ¿Cuándo? –quise saber preocupado.
- La otra tarde, vinieron dos policías y la metieron en un coche, no sé nada más –confesó tímidamente.
- Gracias –me despedí agradecido.
- Señor, mi dinero –con la mano extendida reclamaba lo ofrecido.
Por un momento me había convencido de su honestidad, pero creo que fue un intento más de tensar la cuerda para ver si podía sacar algo más, de todos modos me había proporcionado la información que necesitaba, así que a pesar de su falta de ética, le entregué los treinta y cinco lerdos y marché hacia la comisaría más cercana.
Al girarme algo distrajo mi atención. La silueta de un hombre que me pareció ver antes al lado de casa, pero no le di importancia y seguí mi camino. En comisaría no pudieron informarme del paradero de Lucía, pero insistí y solicité hablar con el comisario. Allí me tuvieron esperándole una hora, y fue de gran ayuda porque una de las veces al asomarme por la ventana hacia la calle, vi al mismo hombre, su misma silueta, y esta vez estaba seguro de que era él, me asusté mucho, tanto que cuando el comisario salió con cara desganada a atenderme.
- Bien siéntese –esperó a que me sentase– Usted dirá.
Me olvidé por completo de Lucía, mis prioridades habían cambiado, en ese momento venían a mi mente las vejaciones sufridas en Kalao, mis miembros estaban paralizados recordando a ese hombre, hasta que sacando fuerzas de mi flaqueza.
- Ahí abajo hay un hombre que me está siguiendo desde esta mañana.
- ¿Dónde? –el comisario se asomó por la ventana y miró al individuo que le había señalado.
Dudando con movimientos de cabeza, mandó a un agente a pedirle su filiación, pero para cuando llegó el policía al lugar, ese hombre había desaparecido. El comisario me miró y con cara de circunstancias intentó echarme a la calle, pero al ver mi estado de nervios me ofreció un café y me dejó un rato más, allí sentado.
- No se preocupe, posiblemente sea una coincidencia –intentaba calmarme el comisario.
- No lo creo. A una compañera de trabajo, ayer la detuvieron, hoy he ido a preguntar a la niñera de su hija y no ha sabido decirme porque la detuvieron. Hoy al ir hacia allá ese hombre estaba allí, y ahora está aquí –me resistía a creer en tantas coincidencias.
- ¿Cómo se llama? –preguntó el comisario con indiferencia.
- Ricardo Hernández –respondí automáticamente.
- ¿Y dice que le detuvieron ayer? –preguntó desganado.
- Sí –asentí con la cabeza.
- Aquí no hay detenido ningún Ricardo Hernández, pruebe en otra comisaría –informó amablemente después de comprobar su agenda.
- No, Ricardo Hernández soy yo. La persona detenida es Lucía López –corregí el error.
- ¡Vaya! –el comisario me miró como si hubiera visto al diablo y pulsó el interfono– Garríguez, si esta por ahí Lucas dígale que suba a mi despacho.
Sin decir palabra se quedó mirándome, por un momento me dio la sensación de que me auscultaba con la mirada.
- ¿Sucede algo? –quise saber intrigado.
- Algo –dijo con cara de preocupación–. Aquí tengo una ficha de la interpol en la que se relaciona a un tal Juan Pedro Chueca, que al parecer es su pareja, involucrado con un alijo de cocaína –dijo con cierta carga de sospecha hacia mí.
- Eso fue un error, una encerrona de alguien –excusaba a Juan.
- ¿Puede explicarme eso? –acomodándose en su silla se abrió a escucharme.
- Estábamos en un concurso de televisión, él era finalista y a la vez el premio, yo era el soltero del año... –fui relatando cronológicamente de todo lo que recordaba.
- Algo recuerdo –me cortó– Pero por favor continúe.
- Tras un anuncio de bomba en el transatlántico. Alguien colocó cierta cantidad de droga en mi maleta, y ... –con tranquilidad fui relatando la historia que me había llevado a la cárcel de Kalao.
- Vale no siga el resto lo conozco, tengo aquí el expediente de la interpol. Ha de saber que su amiga pertenece a una red de narcotráfico, sabemos que su contacto es un personaje popular a la que hace años que intentamos coger, pero hasta ahora nos ha sido imposible probar nada.
- Gloria Puch –exclamé sorprendido– Ella metió la droga en mi maleta –exclamé sorprendido.
- No tenemos constancia de que sea ella, le seguimos la pista hace dos años y no hemos podido echarle el guante. No así a su pareja, su amiga, ella fue sorprendida en plena transacción. Usa su trabajo como tapadera, posiblemente consigamos descubrir las cuentas ocultas que posee en los paraísos fiscales, y así podamos tirar de la manta –me fue poniendo al día el comisario.
- Dios, entonces fue Lucía la que metió la droga –una sensación de asfixia atenazó mi garganta, con el sólo pensamiento de que la persona a la que amaba y no podía quitármela de la cabeza, había sido la causa de mis peores pesadillas.
- Necesitamos su confesión para inculpar a su contacto, si usted es inocente como parece, podría ser de gran ayuda que intentase hablar con ella ahora que está medio derrumbada, podríamos conseguir beneficios penales para ella –me ofreció casi la Luna, para que intentase convencerla de que denunciase a Gloria.
- No tengo ganas de verla, ella destrozó mi vida. Qué ciego he sido –me sentía hundido.
- Quizás ella sea una víctima más de su ceguera. ¿No quiere salir de dudas? –con rostro severo me aguardaba junto a la puerta de salida
- ¿Dónde está? –convencido por el comisario quise hablar con ella.
Aún me resistía a creer que ella hubiese metido la droga en mi maleta. La evidencia la inculpaba pero mi corazón se negaba a reconocerlo.
- En los sótanos de la comisaría en espera de pasar a disposición judicial; se la llevan esta tarde –apremiaba el comisario al verme tan afectado.
- Señor comisario. ¿Me mandó llamar? –por la puerta aparecía el hombre que me había seguido, empezaba a comprender. Atando los cabos había quedado claro, que estaba en el punto de mira de la policía como sospechoso.
- ¿Sí? –se dio la vuelta para ver quién le reclamaba– Ah, Lucas este es el señor Ricardo Hernández, creo que ya se conocen.
El hombre sufrió una brusca subida de tono en su rostro, ante la evidencia de que había sido descubierto por mí; ahora empezaban a encajar las piezas.
- Buenos días –saludo con voz ronca.
- Buenas –le contesté al agente Lucas.
- ¿Quiere hablar con Lucía López? –me preguntó de nuevo el comisario con voz contundente.
Después de pensarlo muchas veces, la decepción había sido irreparable, me había llevado un gran fiasco. El amor de mi vida me había tenido engañado todo este tiempo y había destrozado la vida de Juan Pedro y la mía. Por un momento pensé en la injusticia que se produjo conmigo y con Juan Pedro, luego pensé que si ella era inocente, se podía producir la misma situación que con nosotros.
- Llévenme con ella –solicité con determinación.
Mirando al techo, se levantó y señalándome la puerta con la mano abierta, me invitó a que fuera delante de él. Bajamos al sótano y en una de las celdas estaba Lucía acompañada de su abogado. Ella había tenido más suerte que yo, no la habían agredido y tenía un abogado que vigilaba para que no lesionasen sus derechos. La verdad es que no me daba ninguna pena, empezaban a entrarme deseos de estrangularla.
Al verme, se levantó y corrió hacia mí, aferrándoseme como una lapa a una roca; la vi tan destrozada emocionalmente que fui incapaz de guardarle rencor. La rodeé con mis brazos y como el padre protector con un hijo descarriado, la perdoné. Aunque mi amor por ella recibió un duro golpe de traición, la pasión que hubo por ella, hizo balanza a favor del perdón.
- Cálmate, todo se arreglará –intentaba consolarla.
- ¡No! He sido una estúpida, jamás debí hacer este encargo –me confesó entre sollozos.
- ¿Tú sabías lo que contenía la maleta? –estaba estupefacto.
- Sí, ellos me han traicionado, Gloria ya no les era útil –confesó Lucía con amargura.
- ¿Ellos? Entonces. ¿Es verdad que eres una traficante? –pegunté intentando engañarme a mí mismo.
- No, sólo hice de transporte para Gloria un par de veces –dijo con naturalidad.
- ¿Fuiste tú quien metió la droga en mi maleta? –necesitaba saberlo.
- No, yo nunca hubiera hecho eso.
- Entonces fue Gloria.
- Gloria tampoco fue, ella estuvo conmigo todo el tiempo, posiblemente fue el contramaestre, él era nuestro enlace en el barco.
- Tú lo sabías ¿Cómo pudiste hacernos eso? –su confesión empezaba a provocarme nauseas.
- Intenté impedirlo, pero Gloria no me dejó, me dijo que ponía en peligro nuestras vidas si hablaba –confesó amargamente.
- Van a por ella, ¿lo sabes? Ojalá pague todo lo que nos ha hecho –intentando hacerle daño me desfogué.
- Seguramente a estas horas haya salido del país. Debes prometerme que cuidarás de nuestra hija el tiempo que yo esté encerrada –con ternura pedía por su hija y no por ella.
- ¿Te va a caer mucho? –pregunté enternecido por su aptitud.
- Mi abogado ha estado hablando con el fiscal, si coopero y desenmascaro la red me lo dejarán en tres años.
- Necesito que me cedas la custodia plena de Nieves, si no, la dejarán en un centro de acogida hasta que me concedan la custodia legal.
- Lo sé, mi abogado ya tiene poderes al respecto –con dolor de corazón, renunció a su hija, a sabiendas de que posiblemente no volvería a verla.
El comisario la miró furioso, levantó la mano a media altura y dejándola caer en señal de despedida, salió disparado de allí molesto con el fiscal, por no haberle notificado el resultado de las negociaciones con el abogado de Lucía.
Yo, por mi parte me sentía traicionado, el amor de mi vida se había esfumado como hojarasca quemada, y en su lugar había quedado un pequeño rescoldo de deseo hacia ese cuerpo, que tantas veces había sido el motivo principal de mis sueños húmedos, y el desahogo de tantas noches de soledad. Dándome cuenta que aún la amaba y por más que intentara negármelo, sólo hacía que engañarme a mí mismo y traté de consolarla estrechándola contra mi pecho, aunque a quien trataba de consolar era a mí, por esos años de despecho al que me había sometido tanto ella como Gloria. ¡Dios! Que imbécil se puede llegar a ser, y que ciegos somos ante nuestras fijaciones. Así que tragué saliva y, besé su frente con dulzura.
- Iremos a visitarte allá dónde te lleven –intenté animarla engañándome a mí mismo.
- No, no lleves a la niña, aunque sí agradecería tus visitas –me rogó agarrándome el brazo–. ¿Cómo está Juan Pedro? –se interesó volviendo a extrecharme con fuerza contra su pecho.
- Destrozado, no consigue recuperarse –confesé con amargura.
- ¿Eres feliz con él? –sin aflojar el abrazo, me retenía junto a ella.
- Es lo mejor que se cruzó por mi vida –confesé mirando al techo–. Y Gloria ¿Todavía la amas?
- Mataría por ella –me susurró al oído.
- Nunca comprenderé vuestro amor –recriminé su fijación ante ese personaje.
- Porque nunca has amado de verdad, –Lucía intentaba justificar mi falta de comprensión– por eso no comprendes hasta donde sería capaz de llegar por ella.
- Te equivocas. Sí he amado y por amor, sufría en silencio su rechazo y por amor, sin protestar, dejé que otra persona ocupara mi puesto junto a ella–empezaban a saltárseme las lágrimas.
- Pobrecito cuanto te han hecho sufrir –apoyando su cara en mi pecho me acariciaba la nuca.
- ¿Sabes? He estado mucho tiempo obsesionado, soñando con un momento como este, en el que tú me abrazaras sin pedírtelo –le abrí mi corazón para que sintiera un poco de afecto en este momento tan triste.
Su abrazo se aflojó por completo dejando caer sus brazos. Ante ese rechazo no pude aguantar unas lágrimas que corrieron por mis mejillas, deseando que ese contacto no se acabara nunca. Seguí abrazándola y acariciando su pelo con dulzura, aunque avergonzado, por haber declarado mis sentimientos delante de personas ajenas a nosotros dos. Por unos momentos sentí sus sollozos, con mi mano elevé su barbilla y besé su frente.
Un brillo en sus ojos me devolvió la esperanza en ella. El estómago se me encogió y una presión de angustia subía por mi garganta impidiéndome articular palabra. Me sonrojé exageradamente, hasta preocupar a Lucía.
- ¿Qué te sucede? ¿Estás bien? –preguntaba Lucía alarmando a los presentes.
Con gestos de cabeza afirmaba intentando tranquilizarla, pero el ahogo que me provocaba la emoción del momento, me forzó a soltarla y salir corriendo, no deseaba estar allí sufriendo por ella, al menos no delante de esa gente. Llegue a casa compungido, con los ojos vidriosos y el alma por los suelos, sin atreverme a mirar a Juan, pasé por delante de él hacia el aseo, cerré la puerta y lloré a moco tendido, aliviando mi cuerpo y liberando mi alma.
Juan Pedro se acercó a la puerta, llamó tres veces, pero al sentir mi llanto no insistió más, marchó a la cocina, preparó una infusión caliente, y allí esperó paciente a que saliera.
- Toma. Ahora está tibia, pero te hará bien –me ofreció una taza de tila y esperó a que me sincerara con él.
- Gracias, no te merezco –al ver su mirada triste, no pude aguantar más y me tiré hacia él, en busca de un hombro que me cobijara.
- ¿Qué sucede? –esperaba mi respuesta acariciando mi pelo con una mano y con la otra sujetaba mi espalda, mientras besaba mis cabellos.
- No he sido sincero contigo –le confesé.
- Yo tampoco lo he sido –me susurró con un murmullo apenas perceptible– Yo delaté a Lucía en el aeropuerto.
Sin escucharle, armado de valor intentaba contarle toda la verdad sin herirle, aunque eso sería casi imposible, por lo que estuve un rato pensando por donde iba a empezar.
- El concurso, el viaje, yo, todo fue una farsa –apartándome de él le confesé en voz alta.
- ¿Qué quieres decir? –en tono preocupado, me preguntó mirándome a los ojos.
- Yo no deseaba participar en ese maldito concurso, de hecho intenté que me dejaran al margen, pero Gloria supo convencerme –me sinceré secándome las lágrimas con la manga.
- Entonces. ¿Quién te propuso como candidato a soltero del año? –su rostro se agriaba por momentos.
- No estoy seguro, pero creo que Lucía tuvo algo que ver –acariciándome la nuca, evitaba mirarle a los ojos.
- Esa fulana, después de todo me hizo un favor –buscando mi mirada, pasó su mano por detrás de mi nuca e intentó besarme.
- No es una fulana –salí en su defensa apartando los labios, provocando que me diese el beso en la cara.
- Claro que lo es, y pagará con cárcel por lo que nos ha hecho –Juan Pedro preso de ira, juzgó y sentenció, incomprensiblemente para mí él estaba al corriente de lo sucedido.
- Yo también lo estoy pagando ahora –bajé la vista y seguí hablando–. Era una persona normal entre los millones de personas que se levantan, desayunan, van al trabajo y aman, aunque mi amor fuera imposible.
- ¿Estabas enamorado de otro? –me soltó Juan Pedro con tal brusquedad que me hizo daño en el cuello– Fuiste conmigo por despecho –afirmó tajante.
No esperaba una reacción así, por unos instantes me dio miedo. Sus enfermizos celos podían hacerlo muy peligroso, así que intenté calmarlo, aún a costa de contarle toda la verdad, y para ello no me quedaba mucho tiempo, puesto que debía recoger a Nieves al medio día.
- No. A la otra persona le gustaban las mujeres –era una medio verdad, que tranquilizó un poco a Juan Pedro.
- Era un paquetero –dijo con sorna, mientras su cara se iluminaba de nuevo con una sonrisa.
- Ahora estamos juntos que es lo que importa –besé su cuello junto a su oreja, mientras volvía a rodearme con sus brazos.
- Bueno te perdono. Ven aquí tonto –con gesto mimoso nos besamos.
Tras unos momentos de perdones mutuos y elogios exagerados, intenté llamar su atención para meterlo de lleno en la nueva situación familiar que debíamos afrontar a partir de ahora. Por más vueltas que le daba no sabía como empezar, y mi cabeza estaba hecha un verdadero lío; por no molestarle era capaz de ceder en lo que fuera, pero él debería tener claro que Nieves era una realidad fuera de cuestión. Así que trague saliva, miré al techo y poco a poco fui despegándome de él poniendo cara de afligido.
- A Lucía la han detenido por contrabando de cocaína, Gloria la involucró y ahora la ha dejado tirada –solté de improviso cuando menos se lo esperaba.
- Se lo tienen merecido, ellas pusieron la droga en tu maleta –dijo sin pestañear.
Su reacción fue más tibia de lo que imaginaba, su indiferencia me extrañó y la rotundidad de su afirmación me dejó helado, pero aún tenía que darle la noticia de Nieves y, seguramente que no reaccionaría con agrado.
- Tengo algo más que contarte... –dejé pasar unos segundos mientras tomaba aire– La hija de Lucía va a vivir con nosotros.
- ¿Cómo que la hija de Lucía va a vivir con nosotros? Tú estás tonto ¿Te crees el hermanito de la caridad o qué? –gritaba Juan Pedro indignado.
- Es hija mía –tragué saliva y esperé un rato a que se calmase Juan Pedro–. Me pidieron que fuera donante para fecundar a Lucía.
- Podías haberme pegado un tiro, hubiera sido más humano –con gestos de aflicción intentaba hacerme parecer culpable.
- Pidieron mi esperma. No pude negarme, me sentía obligado después de lo que hicieron por mí –confesé nervioso.
- ¿Qué hicieron? –me miraba rabioso apretando las mandíbulas– Jodernos la vida, eso es lo que hicieron.
- En todo este tiempo de silencio, estaba creído que tú realmente metiste la droga en mi maleta. Ellas me apoyaron mucho y me ayudaron a sobreponerme –reconocí defendiéndolas.
- Ahora lo comprendo todo, pero he de reconocerte algo, yo tampoco he sido honesto contigo –de cara a la pared, deseaba desahogarse.
Me quedé mirándole esperando a que se explicase, aunque desde lo más profundo de mi ser, lo único que deseaba en ese momento era su perdón.
- Todo el dinero que saqué con mi parte del pub, lo gasté en detectives: primero investigándolas a ellas y después a ti –esperando un reproche por mi parte, no se atrevía a mirarme a la cara–. En el fondo me alegro que esas salidas constantes de la oficina para ir a casa de Gloria fueran para ver a tu hija.
- Por Dios, ¿cómo has sido capaz? –le recriminé indignado.
- Después de descubrir su tapadera y tus continuas visitas, pensé que tú también estabas con ellas –me confesó con ironía.
- ¿Cómo pudiste dudar de mí? –empezaba a temer por su estado psíquico.
- Te comportabas muy extraño, no querías sexo conmigo, apenas nos rozamos. ¿Qué querías que pensase? –el odio se apreciaba en su mirada.
Tenía razón, desde que Nieves había aparecido en mi vida, apenas estábamos juntos, e inconscientemente le huía. Quizás en su situación yo hubiera hecho lo mismo, así que bajé la cabeza concentre la vista en mi infusión y me quedé meditando sobre todo lo que me había contado. Realmente me la había jugado bien, yo compadeciéndome del pobrecito Juan Pedro, mientras él jugaba a justicieros.
Algo más tranquilo fui atando cabos, en un principio no entendí lo que me había susurrado al oído sobre Lucía, pero poco a poco la madeja quedó ovillada, a pesar de lo cual no le culpaba, después de todo ellas se lo merecían, además, posiblemente sin quererlo, él me había hecho el mayor favor que hubiera deseado jamás.
Sin apenas hablarnos fue pasando el tiempo y se acercaba la hora de recoger a Nieves. Caminando de un lado a otro del salón, miraba el teléfono con ansiedad esperando a que el abogado de Lucía me llamase confirmándome que los trámites estaban completados. Iba de aquí para allá con la manos en los bolsillos, dándome golpecitos con los dedos en la pierna. Los nervios me comían por dentro, Juan Pedro estaba inmóvil en el sillón mirándome, yo no me atrevía a mirarle a la cara, para no ver su gesto de reproche. El silencio creaba un ambiente tenso que no me atrevía a romper, y que él tampoco hacía por mejorarlo. Tras unos tensos minutos, el sonido del teléfono creó la excusa ideal para un acercamiento.
- ¿Sí? –respondí nervioso, cogiendo el auricular al revés.
- ¿Don Ricardo? –Preguntó indeciso.
- Sí, soy yo.
- Soy Julio Yáñez, abogado de Lucía, nos conocimos esta mañana.
- Ah, sí. ¿Ya puedo ir a recoger a mi hija? ­–la voz del abogado había disipado mis dudas y llenado de tranquilidad.
- Sí, cuando quiera puede pasar por el bufete a firmar los papeles y después ya podrá ir a por su hija.
- Gracias, ahora mismo voy para allá –con las manos temblorosas colgué el teléfono.
- ¿Quién era? –preguntó Juan, intentando romper el hielo.
- El abogado de Lucía, ya puedo pasar a recoger a Nieves. ¿Me acompañas? –con la cara mejorada notablemente, pedía a Juan Pedro que viniese conmigo.
Por unos instantes, Juan se quedó pensativo, luego se excusó y se metió en el dormitorio. Salí sin despedirme, realmente sólo tenía una fijación en mi cabeza recoger a Nieves. Al llegar al bufete de Julio Yáñez, la emoción me invadía por completo y firmé los papeles que iba colocándome delante, sin tan siquiera mirarlos por encima; seguramente si me hubiese colocado delante, mi sentencia de muerte, la habría firmado sin vacilar.
Salí disparado hacia la casa de Gloria, con una carpeta bajo el brazo cargada de legalidad. Al llegar a la puerta golpeé con insistencia henchido de razón, pero nadie abría. Cansado de aporrearla, llamé a la policía y exigí que me entregasen a mi hija, pero por más que un policía vino para forzar la entrega, nadie abría la puerta. Muy enfadado fui a la casa de la niñera y esta vez sí abrieron la puerta, pero al preguntar el policía por Nieves, la niñera se puso muy alterada e incapaz de articular palabra comprensible.
- Tranquilícese, sólo quiero llevarme a mi hija –intentaba hacerla comprender para que no agraviara la situación.
- Yo no sé nada de la niña, me despidieron ayer sin más –confesó a trompicones.
- ¿Dónde está Gloria?
- Yo no sé nada –era todo lo que decía.
Ella sabía más de lo que aparentaba; de seguro que conocía el paradero de la niña, aunque temiendo represalias, lo negaba una y otra vez. Quedó patente que Gloria había desaparecido con la niña y la niñera era mi última esperanza para encontrarla. El mundo se vino encima; como pude saqué todo el dinero que pude y volví a esa casa.
- ¿Quién es? –preguntó la niñera, desde el otro lado de la puerta.
- Soy yo otra vez –dije acercando el oído a la puerta esperando oír a la niña.
- Márchese ya le he dicho que no sé nada –seguía repitiendo.
- Tengo dinero, mucho dinero; puedo dárselo a cambio de información –intenté comprarla.
- Márchese o llamo a la policía –amenazaba temblorosa.
Empezaba a sufrir por mi hija, sin saber la suerte que habría corrido y sabiendo lo rencorosa que Gloria podía llegar a ser, a Nieves le esperaba un futuro muy desagradable si yo no lo remediaba, así que seguí insistiendo, pero esta vez introduje doscientos lerdos por debajo de la puerta.
- Aquí tengo cinco mil, son suyos si me dice donde está mi hija –paseando el dinero por delante de la mirilla, intentaba despertar su codicia.
- Pase todo el dinero por debajo de la puerta –pidió desconfiando de mí.
No me fiaba de ella y era todo el dinero que había podido reunir, seguramente me podrían quedar un par de cientos más, mal repartidos en cuentas que apenas usaba, pero esos, por el momento no me interesaban. Preocupado por quedarme sin el dinero y sin la información, tomé la referencia de los billetes, viendo que eran de series correlativas, sólo necesité tomar la del primero y la del último. Pasaba los billetes de tres en tres por debajo de la puerta, haciendo sufrir a quien los recogía que ansiaba poseerlos todos, y según pasaban los billetes de manos, milagrosamente iba recobrando la memoria.
- Gloria se Llevó a la niña –dijo con voz nerviosa.
- ¿Dónde están?
- Pase el resto del dinero –exigía.
- ¿Dónde se esconden? –fui pasando un fajo más.
- Salieron ayer fuera del país; falta dinero –pedía la codiciosa niñera.
- Me quedan quinientos, ahí van –los metí por debajo de la puerta– ¿Dónde han ido?
- Ya estarán de camino a Kalao –contestó por fin la niñera.
Al oírla mencionar la isla, me invadió el recuerdo de lo acontecido durante el crucero, me trajo amargos recuerdos de vejaciones gratuitas y funcionarios corruptos, de policías sádicos y declaraciones forzadas. Debía ir en persona a recuperarla, pero para ello necesitaba mucho dinero y ahora lo tenía todo esta odiosa mujer, que se había aprovechado de mi desesperación; lo pensé dos veces y me fui a la comisaría del distrito cuarto, allí estaba el único comisario que conocía, y que a fin de cuentas sabía toda la historia desde el principio.
Presenté una denuncia contra la niñera por cooperación necesaria y secuestro, aduciendo que me había obligado a pagar un rescate por recuperar a mi hija y no la había soltado. A Gloria ya se encargaría el juez de acusarla de lo mismo que a ella, pero con lo que le iba a caer encima por el asunto de las drogas, un cargo más, no tendría importancia para ella. No comprendía el porqué se la había llevado y menos teniendo que huir, cuando ella sola, podría pasar más desapercibida que con una niña pequeña, a parte, que a Nieves no la quería y sólo restaba pensar, que lo había hecho para vengarse de mí. Miles de hipótesis sobre el futuro de Nieves se agolpaban e mi cabeza, y una tras otra fui descartándolas, unas por terribles y otras por imposibles.
Al doblar la esquina, Juan estaba asomado a la ventana esperando verme aparecer; miré hacia arriba y lo vi allí, solo pude apreciar una pequeña mueca en sus labios, como una ligera sonrisa. Cuando el ascensor se abrió, él estaba esperándome junto a la puerta, en sus ojos un brillo especial delataba su complacencia al verme aparecer sólo.
- La niña, la han raptado –intenté abrir su endurecido corazón.
- ¿Qué te creías? Hola, me llevo a la niña, Adiós –me dijo en tono burlón.
- No tiene sentido, que busca llevándose a la niña –respondí sin hacerle caso.
- Tranquilidad –gritó secamente.
- ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? –la contestación de Juan me desconcertó.
- No, que tranquilidad, ya aparecerá –intentaba disimular su alegría.
A la mañana siguiente, la noticia saltó a primera plana. La popularidad de Gloria le hacía fácilmente reconocible y por lo tanto le sería muy difícil salir a la calle aunque se disfrazara, puesto que no podría quitar de donde puso, y ese pecho de la talla ciento veinte en un cuerpo tan estilizado, costaría mucho disimularlo, aunque si daba crédito a las palabras de la niñera, ellas ya estaban muy lejos.
Por la tarde me llamaron de comisaría, al parecer pillaron a la niñera en el aeropuerto a punto de coger un vuelo hacia Kalao; que ironía del destino, la avaricia le llevaría a prisión, donde haría compañía a Lucía. En cuanto a mi dinero fue requisado como prueba, y no podía disponer de él, mientras no se dictase sentencia contra ella, por lo que tuve que esperar pacientemente. El tiempo se hacía eterno sin noticias de Nieves, mitigando la espera con esporádicas visitas a Lucía, que Juan Pedro no llegaba a entender, ni me esforzaba en explicárselo, guardando celosamente mi secreto, compartido tan solo con Lucía.


















Capítulo VIII “De vuelta al infierno”
Me sentía muy mal, no tenía ganas de comer, ni de hablar, tan sólo deseaba recibir noticias de Nieves, pero la adversidad se había cebado conmigo, puesto que el juicio contra la niñera se fijó para octubre y aún faltaban cuatro meses.
Lucía y yo compartíamos la angustia de la desaparición de la niña, o por lo menos eso creía, mientras Juan Pedro se iba consumiendo ante mi apatía y las secuenciales visitas a Lucía; dedicaba la mayor parte de mi tiempo y medios a localizarla, pero todas las pistas que encontraba se perdían en la misma isla, donde empezó todo.
Como cada jueves, puntual como un reloj iba hacia el penal a visitar a Lucía, abrigando esperanzas de que algún día ella se fijase en mí como algo más, que el amigo que sigue a su lado.
- Buenos días. Estás muy guapa hoy –como cada día las mismas palabras aduladoras que apenas causaban una ligera sonrisa en Lucía.
- ¿Me has traído tabaco? –igual que siempre, ella seguía tan cariñosa– Gracias, tú también estás muy guapo hoy –dijo sin perder de vista la bolsa que le traía.
- ¿No me preguntas por nuestra hija? ¿Tan sólo quieres el tabaco? –era frustrante ver el interés que ponía por el tabaco y la apatía por lo demás.
- Compréndeme, esta situación no me es cómoda, aquí el tabaco es la moneda de cambio –se justificaba con pobres excusas.
- Toma, todavía no se sabe nada de Nieves –con desgana le arrojé el tabaco a la bandeja del torno.
- Gracias. La niña estará bien, Gloria la quería mucho, no le hará daño –intentaba defenderla a toda costa.
- Vives fuera de la realidad, Gloria es una fugitiva, no puede darle buena vida a nuestra hija, escondiéndose por ahí –dije buscando hacerla entrar en razón.
- No la conoces, tiene buenas relaciones por todas partes, cuidará bien de ella –sonreía mientras se apresuraba a mirar dentro de la bolsa.
- Sí, igual que cuidó de ti –esgrimí con rabia.
Me miró, bajó la vista hacia la bolsa y revolviendo en su interior puso cara de enfado, cerró la bolsa con rabia y me miró a los ojos.
- Me has traído negro, aquí se fuma poco negro. ¿Qué piensas que puedo hacer con esto? –me recriminaba.
- Perdona, tenía prisa y era lo único que le quedaba al del kiosco –intenté excusarme.
- Me has jodido, debo un cartón de rubio y eso me va a costar acostarme con la cerda –compulsivamente se mordisqueaba los labios intentando mirar a otro lado.
- Espera, ¿cuánto dinero necesitas? –no podía imaginármela acostándose con alguien sin desearlo; estaba dispuesto a darle lo que necesitase.
- Aquí el dinero es papel del culo. Coca o tabaco, preferible la coca –con naturalidad iba pidiendo, mientras endurecía sus gestos hacia mí.
Por un momento me quedé pensativo, en pocos meses su lenguaje se había vulgarizado y sus modales distaban mucho de la Lucía que había conocido; mirándole a los ojos esperaba una palabra amable, pero con gestos se tocaba la nariz intentando hacerme comprender. Por un instante me quedé confuso, sin saber qué es lo que quería realmente de mí, aunque al momento comprendí que me estaba pidiendo coca. Por unos instantes dudé, pero al mirar esos ojos de felina acorralada, me quedé idiotizado, le guiñé un ojo y fui junto a un grupo de visitantes que aguardaban su turno.
- Buenas. ¿Podrían venderme un poco de coca? –pregunté inocentemente.
- ¿Estás loco? La coca se compra al fulano de la entrada –contestó una mujer gruesa de aspecto hogareño y mirada oscura.
Me acerqué de nuevo hacia Lucía, que me observaba atentamente, esperando que le consiguiera algo, pero al hacerle un gesto negativo, ella se levantó de la silla y con mirada desafiante, arrojó la bolsa con el tabaco sobre la bandeja del torno y se marchó. Dándome la espalda, desapareció por la puerta de los internos, sin decirme una palabra amable que me reconfortase.
Empezaba a sentirme un hombre objeto; Lucía empezaba a ser una mera ilusión que nublaba mi mente, mientras que Juan me demostraba amor verdadero. “Cuan ciegos somos que no vemos más allá de nuestros deseos, o nuestras necesidades básicas”, pensé. Me di la vuelta girando la cabeza esperando ver a Lucía asomarse por la puerta, pero fue inútil esperar un imposible, estaba claro que ella, sentía por mí un mezquino sentimiento de dependencia.
Me encontraba frente a un dilema, si dejaba de ver a Lucía, seguramente se echaría en los brazos de alguna de las reclusas dominantes y la perdería definitivamente, pero por otro lado necesitaba ir en busca de mi hija, sobre todo ahora que era legalmente mía y tenía todo de mi parte. Sopesando sentimientos, me di cuenta que el cariño que iba a ofrecerle a mi hija era tangible, mientras que el posible amor que me pudiera profesar Lucía era una quimera muy improbable, generada por una obsesión de mi subconsciente, sobre todo, después de ver como había cambiado en estos cuatro meses de reclusión.
- Juan lo he decidido, mañana me devuelven el dinero que me retenían en el juzgado y, voy a ir en busca de Nieves –le confesé sin atreverme a mirarle a los ojos.
- Pero estás loco, no sabes dónde puede estar –sujetándome por los brazos intentaba retenerme junto a él.
- No importa, empezaré por Kalao –dije entristecido.
- Eres un loco estúpido. ¿No recuerdas lo que nos hicieron esos bárbaros? ¿Quieres repetir la experiencia? –el odio se descubría en cada una de sus palabras– Pues vete, déjame llorar aquí solo.
- Por favor, vente conmigo –pedí casi suplicándole.
- No, ésta aventura te la comes solo –contestó dolido.
Ese sufrimiento que mostraba, me hacía sentirme culpable, pero mi corazón, ahora estaba con quien más me necesitaba. Por otro lado sentía un vacío en la mirada de Juan Pedro, que no acertaba a comprender.
- Lo siento pero es mi hija –me di la vuelta sin mirarle y fui a preparar el equipaje.
- Si sales por esa puerta, cuando regreses ¡no estaré! –me gritó en tono amenazador.
Sin volver la cabeza dudé por un instante, entre lo que tenía y lo que deseaba, pero a pesar de los desplantes de Lucía, seguía deseándola y sabía que Nieves era la llave para conseguirla; por otro lado a Juan Pedro le tenía un gran aprecio, pero no sentía lo mismo a su lado que cuando estaba junto a ella. Subí las escaleras hacia mi habitación y tras contratar el billete de avión por internet me puse a preparar la maleta. Un sentimiento de culpa ahogaba mi garganta, como si el nudo de una corbata se fuera apretando con firmeza sobre mi cuello, al ver el rostro inexpresivo de Juan Pedro con la mirada perdida.
- Juan, ya marcho –incapaz de articular otra palabra aparté la vista y cerré la puerta tras de mí.
Con la vista fija en el taxi que me aguardaba, caminé firme hacia la parte de atrás, donde me aguardaba el taxista con la puerta del maletero abierta. Metí mi maleta y salimos hacia el aeropuerto. Llevaba una semana ocultándole a Juan Pedro mi excedencia del trabajo, aunque ahora ya no importaba, él estaba tan dolido, que solo podía esperar una fractura en nuestra relación.
El vuelo había sido agotador, salí a las nueve de la mañana y la llegada fue a las seis de la mañana del día siguiente, hora local, aunque realmente el vuelo duró trece horas. Mis piernas estaban totalmente agarrotadas, y me costaba muchísimo sujetarme en pie. Había pasado demasiadas horas en una mala posición por culpa de la estrechez de los asientos y del pasillo, estaba entumecido, al igual que la mayor parte de lo viajeros con los que había compartido vuelo y ahora compartía reproches contra la compañía propietaria del avión, pero nuestras quejas a nadie le importaban y ahora que habíamos llegado, a la mayoría, tampoco.
Nos retuvieron media hora apiñados en el pasillo del avión, hasta que nos autorizaron a desembarca. Miraba indiferente como protestaban algunos viajeros a los auxiliares, pero mi mente en esos momentos estaba en otro lugar. Al llegar a la aduana a diferencia del resto, me registraron escrupulosamente. Por un instante me vino a la memoria lo sucedido dos años atrás y un sudor frío recorrió mi cuerpo empapando las axilas de mi camisa. El funcionario conversó con un compañero y tras revolver mi maleta de arriba abajo, miraron mi pasaporte y con rostro serio.
- ¿Cuál es el motivo de su visita? –preguntó con rostro tenso el funcionario de aduanas.
- Placer –respondí nervioso.
- ¿Cuánto tiempo piensa estar en la isla? –volvió a preguntar inquisitivo.
- Mientras me dure el dinero –respondí forzando una sonrisa.
- ¿Cuánto dinero? –preguntó el otro funcionario acercándose a su compañero.
- Cinco mil lerdos –contesté inseguro de si hacía bien en contestar.
- Aquí hay una pestaña que le señala como persona no grata –dijo el primer funcionario mientras el otro se colocaba junto a mí extendiendo una mano.
- Comprendo –saqué un fajito de billetes y empecé a repartírselos disimuladamente.
Les había repartido cincuenta lerdos a cada uno y me restaban cuatro mil novecientos, cantidad con la que esperaba aguantar hasta que encontrase a mi hija. Esa cantidad no era nada despreciable en Opana, pero aquí era una fortuna. Siguiendo unas referencias que me dieron, debía contactar con un hispano que residía en Kalao, y desde hacía unos diez años dirigía una agencia de modelos. Ese era el punto de partida hacia una referencia insegura, pero al menos, él conocía la Isla a la perfección y podría llevarme hasta Nieves. Tomé un taxi que me dejó en la misma puerta de la agencia, pero no tenía buena pinta y dudé si realmente esa era la dirección auténtica, pero ante la insistencia del taxista y la falta de entendimiento entre ambos, decidí aventurarme a preguntar en su interior.
- ¿Ignacio Losada? –pregunté a una chica que había tras la puerta de la agencia.
- ¿Patrón...? –por un momento se quedó pensando– Puerta del fondo.
Entré por la puerta seguido por la mirada atenta de la chica, que se me antojó muy joven. Su rostro era hermoso y sus ojos rebosantes de vida conjugaban a la perfección con sus sensuales labios, aun así, por su estatura y grosor, en la vida la hubiera relacionado como modelo. Al traspasar la cortina de colgantes que ocultaba la entrada a una mal iluminada sala, se vino encima de mí una marea de jóvenes que tiraban de mí; providencialmente un anciano se acercó a mí quitándomelos de encima, entonces me di cuenta de lo que realmente era la agencia de modelos.
- Pasar caballero, tener mejores chicos dentro –me ofreció con grandes reverencias el anciano lugareño, indicándome una puerta.
- No, yo... –sin dejarme terminar.
- También tener chicos jóvenes, muy jóvenes –abrió una puerta y salió un chico, todavía niño, y lo atrajo hacia mí.
- Busco a Ignacio, sólo quiero encargarle un trabajo –gesticulando y rechazando al niño con las dos manos, pude decirle lo que deseaba.
- Esa puerta. Tener cuidado con patrón, no agradar visitas –dijo el anciano.
Con la palma de su mano extendida me indicó la puerta y me obsequió con una sonrisa que cruzaba sus huesudos pómulos de lado a lado. Quedé gratamente sorprendido por el buen carácter que mostraba; miré hacia la puerta y giré el pomo hasta que la puerta cedió. Miré al anciano y le devolví complacido la sonrisa asintiendo con la cabeza.
- Buenos días. ¿Ignacio Losada? –pregunté al hombre que había al otro lado de la puerta.
- ¿Quién pregunta? –respondió con sequedad.
- Me llamo Ricardo Hernández, me dio referencias suya Benjamín Irizabal.
- ¿Irizabal? –resopló por la nariz–. Menudo cabrón. Le creía muerto –con aspereza y casi sin inmutarse con la mano abierta apuntaba hacia una silla–. Siéntese por favor. ¿Qué le trae por aquí?.
- Busco a una niña de poco apenas dos años –intenté explicarle.
- Yo no negocio con ese tipo de mercancía, lo siento le han informado mal –negó tajante.
- No, sólo quiero que la encuentre, es mi hija –con el rostro ligeramente compungido seguí diciendo.
- ¡Ah! Y ¿cómo cree usted que puedo ayudarle? –en su rostro se vislumbraba cierto interés.
- La niña la raptó una mujer; esa mujer en mi país era muy popular, y sé que está en esta Isla –afirmé con rotundidad.
- ¿Y por qué no espera a que le pidan rescate? –dijo sorprendido.
- Esa mujer no quiere un rescate por la niña, sólo quiere hacerme daño –confesé afligido.
- Comprendo, pero piense que si ha secuestrado a su hija, lo mejor es comunicarlo a la policía, por aquí están acostumbrados a este tipo de delitos y no les será difícil encontrar a esa mujer –expuso incrédulo.
- Ella tiene contactos aquí, no me fío de la policía, quiero localizarla primero y cuando la tenga, entonces y sólo entonces ha de intervenir la policía –puntualicé para que no siguiera dando largas.
- Sí, la verdad que la policía de por aquí no tiene buena fama, jajajjajajajaa –Ignacio soltó una enorme carcajada, mientras yo le miraba con cara de póker.
- ¿Puede ayudarme a encontrarla? –rogué ante su incipiente interés.
- Tiene una foto de la mujer, supongo.
- Sí, –echando mano a uno de los bolsillos de la camisa– es ésta –le mostré una foto de Gloria.
- ¡Vaya! Nada menos, no sabe con quién se la está jugando –su rostro cambió por completo tornándose inexpresivo.
- No entiendo –dije sorprendido.
- Gloria Puch, apunta muy alto amigo –dijo dando muestras de que la conocía.
- Hay una orden de busca y captura de la interpol; desde el consulado ya deben haberla cursado a la policía local –afirmé convencido de ello.
- Amigo, esto no es Opana, esa mujer no está aquí, pero si estuviera no tendría nada que hacer –levantándose de su silla me devolvió la foto, volviéndose a sentar.
- ¿Cómo puede estar tan seguro de que no está aquí? –pregunte decepcionado por su negativa a ayudarme.
- Es como una bomba, por donde pasa se la siente –con voz seria negaba con la cabeza.
- Necesito saberlo. ¿Si estuviera por aquí, dónde podría encontrarla?.
- Sin duda en casa de la Gobernadora Campos, son íntimas, jajjajajajaa –de nuevo soltó una carcajada, se levantó y me puso la mano en el hombro– Ahora, que yo de usted me olvidaría del asunto y tomaba el primer avión de regreso a casa.
- ¿Me ayudará a localizarla? –volví a insistirle.
- No amigo, ya tengo suficientes enemigos; la muerte ha bailado varias veces para mí. Márchese, hágame caso–palmeándome la espalda me dirigió hacia la puerta la abrió y con rostro impenetrable me invitó a marcharme.
- Gracias por todo, pero pienso seguir hasta el final –extendí mi mano para estrechar la suya, pero él no me correspondió.
- No hay de qué, no olvide a la salida darle a Horacio diez lerdos por el servicio –con rostro severo me acompañó a la puerta.
Volví la cara hacia él y asentí con la cabeza, suponiendo que Horacio era el anciano enjuto que me había ofrecido al niño. Cerré la puerta tras de mí y busqué al anciano, que estaba apoyado junto a la puerta de salida, le di los diez lerdos y otros diez de propina para él, fue el mayor acierto que podía haber hecho, puesto que el anciano deshaciéndose en reverencias me acompañó a la entrada y sujetándome la muñeca.
- Patrón mala gente, este ser precio de señalado –murmuró en voz baja.
- No entiendo –mirándole a los ojos mostré mi extrañeza.
- Peligro. ¿Ves chico esquina? Va matarte, yo enviarte por esa calle. Ahora tú decir sí, chico mirar –el anciano con el dedo me apuntaba hacia la calle donde estaba el joven hablando por el móvil mirándonos– Sonreír o chico matar a los dos, ir allá recordar olvidado algo en casa patrón, entrar baño y correr por ventana –el anciano seguía sonriendo mientras apuntaba con el dedo a la calle por la que no debía ir.
Mudo, sin poder articular palabra alguna, asentí agradecido al anciano y seguí sus instrucciones sin perder de vista al muchacho que seguía apoyado en la esquina con el móvil en la mano. Al llegar al centro de la plaza, me distaban alrededor de unos cincuenta metros del muchacho, éste guardó el móvil y se quedó mirándome. Un sudor frío empezó a caer por mi frente; me detuve, puse las manos a los lados del pantalón, como tocando mis bolsillos simulando haber perdido algo, giré la cabeza hacia el local y caminé deprisa hacia allí. Como me había dicho el anciano entré al vestíbulo, sin mirar atrás fui hacia la muchacha gruesa, le pregunté por los aseos y me dirigió hacia una de las puertas laterales. Sonriendo a la chica, entré sin vacilar y al ver la ventana abierta, salté por ella. Como alma que lleva el diablo corrí calle abajo, alejándome de aquel endiablado local hasta encontrar un taxi, en el que tras comprobar que nadie me seguía, pedí me llevara hacia mi destino.
- ¿Conoce la residencia de la Gobernadora? –muy angustiado pregunté al taxista.
- No señor. ¿Me da sitio, por favor? –con semblante agradable, el taxista me solicitaba una dirección.
- Lléveme al Palacio del Gobierno. ¡Por favor! –sin una residencia particular, opté por ir a la fuente.
- Espere –el taxista sacó un pequeño plano de la guantera y buscó la dirección– Correcto –dijo sin más y arrancó.
El pequeño hombrecillo manejaba el taxi como si se tratara de un coche de feria, sin respetar ninguna señal que se encontraba en su camino. En quince minutos de callejeo y esquive de peatones, el taxi me dejaba en la puerta de un edificio oficial. La zona era muy tranquila y frente al palacio se levantaba un acogedor hotel; sin pensármelo dos veces le volví a dar al taxista la dirección de mi Hotel. Pagué la carrera, y entré con sigilo a mi hotel, subí a mi habitación, recogí la maleta y saldé la cuenta.
Fuera en la calle deseaba pasar lo más desapercibido posible; miré a mi alrededor y vi a una rudimentaria carcasa montada sobre la rueda trasera de una motocicleta conducida por una chica muy joven, cuyas piernas parecían romperse a cada pedalada que daba sobre el arranque. Me dirigí hacia ella y solicité sus servicios; me costó mucho entenderme con ella, apenas hablaba mi idioma y yo soy un negado para hacerme entender.
Me llevó a dar una vuelta turística por todo Mimes en busca del lugar al que deseaba ir. Por fin al cabo de más de una hora callejeando creí reconocer la avenida que daba al palacio del gobernador. Con grandes esfuerzos le hice que fuera por esa avenida y al cabo de unos minutos me dejaba a una distancia prudencial del hotel. Di un soplido desahogado y la chica con un gesto de cortesía me pidió medio peso; miré su agradable rostro sonriente y busqué en mi monedero, pero no tenía moneda nativa, así que le di una moneda de medio lerdo. La chica la tomó, se quedó mirando con cara de extrañeza y tras guardársela en un saquito, me ofreció un billete de veinte pesos al cambio, la miré sonriente, le cerré el puño con el cambio dentro y no tuve que decirle nada más, ella lo comprendió perfectamente. Se inclinó por tres veces muy deprisa en señal de agradecimiento y marchó por donde habíamos venido.
Desde la puerta, el hotel no parecía muy malo. Me alojé y recordando antiguas novelas de espionaje, temiendo por mi vida, tomé dos habitaciones contiguas y comunicadas, una para mí y la otra dije que era para mi secretario que llegaría mañana. El chico que me recogió la maleta me acompañó hasta la habitación y me dejó las llaves de la contigua; después de echar un vistazo me alojé en la otra y dejé la mía vacía.
Sin enlace en la Isla, mi única defensa eran los cuatro mil ochocientos cincuenta lerdos que me quedaban. Ahora tan sólo me restaba confiar en la providencia, puesto que me había quedado claro, que nadie en la Isla me ayudaría. Los primeros días en mi nuevo hotel me dediqué a vigilar las entradas y salidas del palacete, evitando dejarme ver fuera del Hotel.
El día había sido agotador, sobre todo después de que viera a Ignacio en la distancia, afortunadamente no le di ocasión de que me viera, puesto que nada más verlo me di la vuelta y comencé a callejear como un ratón acorralado en busca de la salida. A partir de ese día empecé a ser más cauteloso, a la vez que más prudente. Al principio me protegía durmiendo en el suelo y colocando una pila de objetos en cada una de las puertas, pero el tiempo hizo que en mi desesperación, me dejara ver más por la calle, preguntando a toda persona que me pareciera conocedor de la calle: taxistas, buscavidas e incluso policías.
Llevaba tres semanas sin resultados y necesitaba conocer la residencia de la gobernadora, puesto que al parecer, nunca se la podía ver por su despacho. Los nervios empezaban a traicionarme y me volví todavía más incauto y confiado; el exceso de osadía dio sus frutos, consiguiendo averiguar que la Gobernadora estaba en la costa oriental de Mimes, capital de la isla. Por fin sabía donde dirigirme; por la mañana cancelaría mi cuenta en el hotel y me trasladaría a Mimes como turista que busca sol y playas, pero de momento debía descansar y mañana sería otro día.
Un estruendo en la habitación de al lado me puso sobre aviso, alguien había forzado la puerta derribando los obstáculos que había colocado delante. El estruendo que provocaron los cristales estampados contra el suelo y unas bandejas de metal al caer, hicieron huir a los agresores, no sin antes realizar varios disparos sobre la almohada, que había colocado bajo las sábanas ahuecadas.
Capítulo IX “El Alpargatas”
La policía no tardó mucho en venir, aunque yo, ya no estaba allí cuando entraron en mi habitación, salí a hurtadillas por la otra, escabulléndome entre los otros huéspedes, que corrían por los pasillos por el revuelo montado, creídos que se trataba de un atentado terrorista. En la calle con lo puesto, el pasaporte en un bolsillo del pantalón y el dinero en el otro. El mensaje me había llegado, <>, así que opté por conservar la vida, yendo a mi Consulado a pedir ayuda y dejar a las autoridades de mi país que se ocupasen de mi hija, aunque la confianza que tenía en ellos era casi nula.
No me podía fiar de nadie, ni mucho menos del ingente número de personas a las que había preguntado y que por lo tanto me conocían; seguramente había sido una de ellas la que había contactado con mis enemigos. Apenas recordaba a las personas de ayer, sólo un hombre, a él si que lo recordaba bien, me había puesto sobre la pista de la Gobernadora.
Que extraño, dicen que el tiempo te ayuda a olvidar, y en cierto modo así sucedía con Lucía, que apenas guardaba un pequeño recuerdo de los buenos momentos vividos juntos y que, sin embargo, llevaba en mi mente grabado a fuego, el rostro impenetrable de su amargura arrojando los cigarrillos a la bandeja del torno. Contrariamente con Nieves, cuanto más tiempo pasaba, más aumentaban los deseos por tenerla a mi lado, y mayor era el padecimiento ante la falta de noticias suyas.
Como una escurridiza serpiente me deslizaba entre los turista, buscando mezclarme con ellos para huir de mis perseguidores, a los que Gloria se había encargado de enviar tras de mí; paradójicamente, dentro de mí ya no había ese odio acérrimo hacia ella, quizás quedasen pequeños rescoldos candentes por las miserias sufridas por su culpa, pero le perdonaría todo, si me devolviese a mi hija. Hace seis meses hubiera disfrutado torturándola hasta verla morir, sin embargo, la obsesión por castigarla había cambiado en mí, hasta el punto de que ya no sentía ningún placer al desear su muerte.
Por callejuelas infectas, deambulaba en busca de alguna referencia que me llevase hasta mi consulado, sin atreverme a preguntar por temor a ser descubierto por mis enemigos. Parecía un turista de bocadillo, con mi pequeña mochila que había adquirido para llevar la ropa de quita, pero así me sentía seguro e intentaba mezclarme en busca de alguien que conociera mi idioma.
Saliendo del hostal infecto en el que había pasado la noche, me despedía del propietario regateándole medio peso por el alojamiento, consintiendo al final en dejármelo en ocho y medio, en lugar de los diez que solían cobrar a sus huéspedes, cuando un matrimonio al escucharme hablar, reconoció el acento y me abordaron.
- Perdone. Creo que somos paisanos –comentó uno de los dos chicos tocándome la espalda.
- Me han asustado –resople al darme la vuelta.
- ¿De dónde es? –quiso saber el más extrovertido.
- De Horssen –respondí sonriente.
- ¡Caramba! De allí es uno de mis padres –confesó el más tímido de los dos.
- Si que es casualidad; –contesté impaciente por marcharme de allí– estoy buscando el Consulado y tengo prisa.
- ¿También te han robado el pasaporte? –me preguntó el más sociable, abriendo los ojos como platos.
- No. –contesté dudando por un momento– Me robaron el dinero –poniendo mueca de rabia.
- ¡Fiuuu! Si que es una putada, en este país tan desarrapado, sin dinero no eres nadie. –por un momento se quedó hablando con su compañero– Toma, no es mucho pero te ayudará a salir al paso –ofreciéndome un fajito de billetes enrollado.
- No, por favor. Tengo amigos que me girarán dinero, –me sentía un miserable si aceptaba– no puedo aceptárselo. ¡Gracias de todos modos!
- ¿Estás seguro? –me insistía intentando meterme el dinero en el bolsillo de la camisa.
- No, en serio, muchas gracia, pero cuando llegue al Consulado habré solucionado mi problema –me sentía obligado con ellos, y casi me saltan las lágrimas al ver su generosidad.
- Como quieras –me miró, sonrió apretando los labios y comenzó a explicarme–. Tira por esa calle todo recto hasta llegar a una plaza muy grande con una gran estatua ecuestre y la calle a la que apunta el morro del caballo, al final a la derecha. Hay otros edificios oficiales y hoteles –explicaba el muchacho ayudándose con gestos de mano, ante la mirada vigilante de su marido.
- O sea. ¿La calle por la que tiraría el caballo si comenzase a galopar? –quise constatar.
- Exacto –me dio una palmada en el hombro y miró a su marido.
- Muchas gracias, voy allá. Adiós –me despedí fugazmente mientras ellos movían sus manos al aire despidiéndose.
Siguiendo sus instrucciones no tardé en llegar, se trataba de un edificio de corte colonial de robustas paredes de piedra y amplios jardines, al que se accedía a través de una verja corredera de al menos tres metros de altura. Frente a su puerta principal una enorme plaza ajardinada que daba acceso a un palacete, de corte más modernista, con amplias cristaleras, que albergaba la sede del parlamento del país, y a su alrededor numerosos hoteles y edificios abanderados, que daban una imagen marcadamente politizada.
Un sin fin de gentes deambulaban por las calles y aledaños cercanos, y las puertas del consulado estaban demasiado desangeladas para llamar, así que esperé escondido a que la puerta se abriera para dejar salir a un coche y, sin volver la cabeza emprendí una carrera hasta traspasar la verja, siendo bloqueado por una soldado antes de acceder a la puerta principal.
- ¡Alto ahí! –me gritó llevando el dedo al gatillo de su fusil.
- Por favor necesito urgentemente hablar con el señor Cónsul, o con el funcionario de mayor rango que pueda atenderme ahora –hablé atropelladamente, mientras llevaba la mano hacia mi bolsillo en busca del pasaporte.
Se lo enseñé visiblemente nervioso, al ver la cantidad de curiosos que iban apiñándose frente a la puerta; temiendo por que alguno de ellos fuera un asesino que me buscaba. Ante la inmovilidad de la soldado que llamaba por teléfono, me fui introduje por los jardines intentando ocultarme de los curiosos. La soldado al darse cuenta de mi intranquilidad, me pedía que me detuviera, primeramente con voz tranquila, pero al ver que me dirigía hacia la puerta abierta del edificio.
- ¡Espere! No puede entrar –me gritó soltando el auricular del teléfono que había en su garita.
- Es muy urgente mi vida corre peligro –sin atender sus requerimientos seguía hacia el interior.
- ¡Espere! –volvió a gritarme guardándose mi pasaporte en un bolsillo– Necesito apoyo –al ver mi estado la soldado pidió refuerzos por el walki.
No tardaron en llegar cuatro hombres, militares de paisano, que rodeándome me encañonaron con sus pistolas. Puse mis manos en alto mientras la soldado comprobaba de nuevo mi pasaporte, mientras hablaba con alguien al otro lado del teléfono.
- ¿Es usted Ricardo Hernández? –preguntó la soldado con decisión marcial.
- Sí –contesté sin dejar de mirar la reja de entrada, ahora cerrada.
- Acompáñenlo, el secretario le espera –dijo la soldado mirando mi abultado bolsillo donde guardaba el dinero–. Esperar que lo cachee no haya sorpresas –sin entender nada me pusieron contra la pared mientras la militar, registraba mi mochila y me cacheaba.
No entendía por qué, la soldado se explayó cacheándome con detenimiento, primero por mi torso, axilas y glúteos, luego se recreó en mis genitales hasta que consiguió desproporcionar al chiquitín, tal fue así que al pasar la mano por encima de él lo notó antinatural y se separó rápidamente de mí.
- ¿Qué lleva ahí? –al tocar mi hermanito la militar dio un paso atrás, amartillando su pistola y poniéndola en mi sien.
- No llevo nada –empecé a asustarme cuando los militares cargaron sus armas y se apartaron unos pasos de mí.
- Desnúdese –ordenó tajante la soldado.
Sin pestañear, temblando como un crío al que van a castigar, obedecí. Cuando me quedé en calzoncillos, entre la angustia del momento y los nervios mi hermanito se había encogido por completo, habiendo desaparecido la causa que había provocado el temor en la soldado. Cuando me volví a vestir el sofoco se apoderó de mí al no sentir el tacto del dinero en el bolsillo de mi pantalón.
- Vamos chica devuélveme lo que me has cogido –con el rostro desencajado por la angustia del que se siente perdido en su propia casa.
- ¿Me está acusando de algo caballero? –con la agilidad de un felino sacó su arma de nuevo y apuntó a mi frente con el percutor amartillado.
- ¿Esto es un atraco? –con la desesperación de quién no tiene nada que perder le contesté con otra pregunta.
La soldado bajo su arma, echo mano a uno de los bolsillos de su pantalón y sacando el fajo de billetes, lo paseo por delante de sus compañeros y lo volvió a guardar en el bolsillo.
- Esto queda confiscado hasta que se marche –con una sonrisa irónica y sin pizca de rubor, la soldado me empujó hacia la oficina del Secretario–. Entre allí, no haga esperar al señor Secretario.
- Cuéntelo delante de las cámaras, hay cuatro mil quinientos, y esa es la cantidad que exigiré al salir –hablé en voz alta para que la cámara pudiera coger mi voz, en caso de que grabase sonido.
- Nos está insultando. ¿No cree en la honorabilidad de los soldados que defienden a indeseables como usted? –uno de los soldados me replicó.
- Creo en mi dinero –me di la vuelta y entre en el despacho.
- Un momento por favor ahora estoy con usted –me dijo el funcionario que estaba sentado al otro lado de una gran mesa.
Mientras ese hombre hablaba por teléfono, su cara me recordaba a alguien. En algún momento creía haber visto esa cara, pero no recordaba dónde. La conversación se me hacía interminable, y esos ojos mirándome de vez en cuando, me crispaban más todavía, haciéndome pensar que la conversación telefónica versaba sobre mi persona. Su rostro severo no me confortaba en lo más mínimo, empezaba a creer que esa mujer tenía verdadero poder en este lugar. Por fin sonó la palabra que esperaba oírle decir: <<“¡Gracias! Estaremos en contacto”>> y colgó el teléfono.
- ¡Bien! Ricardo, te estás haciendo muy popular –me dijo con sarcasmo en tono familiar.
- Perdone, no le entiendo –mi estupefacción era considerable.
- Las autoridades locales te acusan de asesinato –dijo mirándome a los ojos.
- Dios mío, a quién se supone que he matado –desmadejado me dejé caer sobre una silla que había frente a su mesa.
- Bolillo, por ser tú me voy a preocupar en esclarecer este lío, de momento te alojarás en una de las habitaciones –sonrió a gusto al verme abatido.
- ¿Perdone? –pregunté extrañado.
Mis ojos se quedaron clavados en los suyos intentando escudriñar su secreto. Mientras mi cara se iba desencajando por momentos, él lucía una sonrisa resplandeciente; con la mente en blanco no sabía qué decir, pero estaba claro que me conocía bien, ese mote me lo pusieron en el colegio y pocos me lo decían.
- ¿No sabes quién soy? , Jjepjjepjjepjjep –esa risa, era inconfundible.
- ¿Alpargatas? –un apodo me sobrevino, como una exhalación.
- He cambiado mucho, ya lo sé. ¿Qué tal el cambio? –se levantó y vino hacia mí.
- ¿Qué te has hecho en la cara? –pregunté desganado ante su radical cambio de aspecto.
- Nada, cuatro retoques por aquí unos implantes por allá, poca cosa.
- Estás muy cambiado –fue toda mi respuesta.
- Tú también, ladrón. No lo sabías, pero nos tenías robado el corazón en la facultad a todos de cuarto. ¿Cómo te ha dado por aterrizar por estas tierras? Con lo bien que estabas en casa –decía meneando la cabeza y apretando los labios.
- Secuestraron a mi hija –respondí con la mirada perdida.
- ¿Te casaste y tuviste una niña? ¿Murió la Madre? –me bombardeó a preguntas mostrando su extrañeza.
Empecé desde el principio a contarle mi vida, día a día, sin dejarme detalle alguno, a excepción del pequeño toque de mi condición sexual; desde que el maldito concurso me jodió la vida, hasta llegar aquí en busca e mi hija.
- ...Y eso es todo, pero yo no he matado a nadie –terminé de contarle.
- En que follón te has metido por una cría. Yo se la hubiera dejado a esa fulana –comentó gesticulando el Alpargatas.
- Pero Nieves no tiene a su madre –aduje apenado.
- Y ¿qué? Las niñas son responsabilidad de las mujeres –soltó en un alarde sexista.
- Lo sé, pero la he cogido cariño –intentaba justificarme.
En su mentalidad cerrada, el Alpargatas no comprendía mi punto de vista, ni el afecto que me unía hacia la niña. Al principio el cariño que le tenía, se podría traducir, como una atracción enfermiza hacia su madre, o metafóricamente hablando, como la hoguera de pasión desbocada hacia Lucía, que poco a poco ella se había encargado de ir apagando, quedando el rescoldo de sentimientos piadosos hacia Nieves.
El Alpargatas me puso la mano en el hombro, olió mi pelo y acercándose a mi oído me susurró en tono cariñoso.
- Hueles igual. Que recuerdos vienen a mi mente –comentó mimoso.
- ¿Quién me acusa? –esquivando la provocación.
- ¿Conoces a un fulano llamado Ignacio Losada? –preguntó atemperado sin ganas de hablar.
- Hablé con él hace unas semanas, sobre media hora; era la primera vez que lo veía –no entendía la fijación de ese fulano por acabar conmigo.
- Mal bicho, pero tiene a la policía de su lado –aseguró preocupado.
- ¿Quién ha muerto? –de pronto la imagen del anciano me vino a la cabeza.
- Un impresentable, uno de sus sicarios –contestó acariciando con su nariz mi pelo.
- ¿Anciano? –pregunté intentando desviar sus propósitos cada vez más claros.
- No, un joven sin nombre –por un momento dudó.
- Yo no he tratado con nadie desde que he llegado, ¿cómo pueden acusarme de haber matado a nadie? –me veía torturado como la otra vez, hasta que confesara un crimen que no había cometido.
- Bolillo, que ingenuo eres, aquí le cargan los muertos a cualquiera –susurró en mi oído poniendo sus manos en mis hombros.
- Pero tendrán que presentar pruebas para acusarme –sacudí los hombros alterado.
- Esto no es occidente, aquí las pruebas circunstanciales son pruebas de cargo –seguía atacando a pesar de notar mi falta de disposición.
El mundo se me vino encima, no entendía por qué me habían intentado asesinar, ni el porque de ésta absurda acusación, pero lo que sí tenía claro que detrás de todo esto estaba la mano oculta de Gloria.
- Y a Gloria ¿por qué no se la detiene? Tiene que estar aquí, siento como me ahoga su mano, por donde quiera que voy –grité iracundo poniendo las manos en mis sienes.
- Detener a Gloria Puch, ¿Por llevarse a una niña, que es hija de su mujer? ¡Despierta! –golpeándome la cabeza con los nudillos repetidas veces, como si llamase a una puerta– ¿En qué mundo vives?
- Por eso quizás no, pero hay una orden de la interpol por tráfico de estupefacientes –sentía renacer el odio hacia Gloria.
- No es posible, no me ha llegado nada al respecto –mostrando extrañeza, se justificaba el Alpargatas.
- Tengo una copia en mi maleta, pero se quedó en el hotel el día que intentaron matarme –comenté compungido.
Con aire de preocupación se giró dándome la espalda, cogió el teléfono, habló escasamente un minuto y colgó, el silencio se hizo en la sala. En su cara se podía apreciar un gesto de preocupación. Al cabo de tres o cuatro minutos se abrió una puerta, y entró a paso acelerado una mujer.
- Buenos días –saludó con cara de pocos amigos.
- Señora Cónsul este hombre es Ricardo Hernández –me presentó el Alpargatas.
- Vaya, es usted. No se imagina los quebraderos de cabeza que nos ha hecho pasar en estos seis últimos días –dijo la Cónsul en tono airado.
- Peor lo estoy pasando yo estos últimos días –comenté en tono irónico.
- Ricardo por favor, no te pases –me rogó el Alpargatas.
- Deja Antonio, el señor Hernández es de los que creen que los funcionarios estamos para uso exclusivo suyo –soltó irónicamente sin mirarme.
- No quise ofenderla, pero desde que llegué aquí, esa mujer, Gloria Puch, sólo con mencionar su nombre, me llueven las desgracias –un nudo en la garganta me impedía llorar de rabia.
- Esa mujer es una mujer con mucho peso aquí, no se imagina cuanto –dijo la Cónsul mirándome con desprecio.
- Pero es una fugitiva, tiene que ir a la cárcel –dije con rabia.
- Espere un momento aquí. Por favor Antonio ven un momento conmigo –con gestos descontentos.
Salieron del despacho y me dejaron solo, la rabia contenida hizo que me saltasen las lágrimas; me encontraba perdido en un país extraño, no comprendía sus costumbres, ni sus leyes, ni a sus gentes, pero lo que sí entendía era: que estaba metido en un lío, que podía complicarme la vida enormemente y que el dinero que me habían quitado los soldados debía recuperarlo como fuera, aunque para ello tuviera que renunciar a mis principios o dejar de lado mi dignidad.
Al cabo de un buen rato entró el Alpargatas con semblante serio, me miró de arriba abajo, lanzó un suspiro y tras dejar sobre la mesa un montoncito de papeles, me miró y frunció el ceño. El cuerpo se me revolvía, regresaban a mi mente recuerdos de hace dos años, con aquellos policías y sus salvajes actos. El miedo fue apoderándose de mí hasta hacerme temblar, el sudor caía por mis sienes y espalda, la nuca se me agarrotaba y los ojos parecían que iban a salirse de sus órbitas. El Alpargatas al verme en ese estado se me acercó.
- Tranquilo Ricardo. Estamos trabajando para no tener que entregarte –con una sonrisa de comprensión y gesto tierno acariciaba mis cabellos.
- Ni mis propios compatriotas me apoyan –en un acto desesperado me agarré con firmeza a su cintura, pegando mi cara a su vientre.
- Tranquilo mi cachorrillo que yo te guardo –me consolaba, mientras a la altura de mi barbilla, bajo sus pantalones notaba algo que empujaba hacia arriba.
Sin pensarlo dos veces me dejé llevar movido por el miedo y el desconocimiento, dejándole a Antonio hacer conmigo todo lo que quiso. Cuando él quedó satisfecho y yo asqueado de mí mismo, tuve que disimular mis náuseas. Se arregló la ropa con cara de satisfacción y tras encenderse un purito, me ofreció un pañuelo para que me limpiase y se sentó en su silla. Viendo el futuro tan angosto que me esperaba, quedé pensativo con el pañuelo restregándolo por mi cara, limpiando los restos húmedos que la cubrían.
- ¿Qué vas a hacer respecto al dinero que me ha quitado la soldado? –solté esperando su comprensión.
- Tranquilo, no se va a quedar ni un solo lerdo –expirando el humo con parsimonia, parecía que me estaba dando largas.
- Son mi salvoconducto para encontrar a mi hija –espeté desesperado.
- ¡Vale! Ricardo no te me pongas histérico –cambiando la cara, pulsó el interfono de su mesa.
- Puerta –contesto una voz de hombre.
- Avise a la cabo Ortega que entre a mi despacho.
- A sus ordenes, señor Secretario –contestó el soldado con aire marcial.
No tardó mucho en aparecer la Cabo por la puerta.
- Se presenta la cabo Ortega Señor –dijo la soldado que me había robado el dinero.
- Pase por favor y cierre la puerta –tras unos momentos de espera–. Este señor asegura que le han quitado un dinero que llevaba encima.
- Es falso. ¡Señor! –dijo contundente.
- Mi dinero se lo metió en el bolsillo –enfurecido me levanté para encararme con ella– y sus compañeros son cómplices, las cámaras de recepción lo habrán recogido todo.
- Me está ofendiendo Señor –poniendo la mano sobre la empuñadura de su pistola.
- ¡Tranquilícense! –gritó el Alpargatas, apoyando sus manos sobre la mesa– La cabo Ortega, sin duda recogió el dinero pensando que usted lo habría robado, ¿no es así? –mirando fijamente a los ojos de la Cabo esperó a que contestase.
- Así es. ¡Señor! –apretando fuertemente sus mandíbulas, no tuvo otra opción que asentir afirmativamente.
- Ve como estaba usted equivocado; –con cara de satisfacción se dirigió a mí el Alpargatas– seguramente lo depositó en algún lugar seguro. ¿No es así cabo? –le espetó nuevamente mirando por encima de sus gafas.
- Sí, así es. ¡Señor! –dijo la Cabo manteniendo la mirada al frente.
- Bien. Puede retirarse, por cierto, –la detuvo cuando se daba la vuelta para marcharse– ¿contó el dinero?.
- Sí señor. Había tres mil lerdos –dijo con naturalidad.
- Cuatro mil quinientos, tenía cuatro...
- ¡Tres mil! Tenía tres mil –me cortó el Alpargatas mientras se levantaba de la silla e iba hacia mí–. Gracias cabo puede retirarse.
Un sentimiento de frustración me inundó de nuevo, me sentía indefenso y a merced de los caprichos del Alpargatas. Con rabia miraba la cara triunfal de la soldado mientras se retiraba. Un nudo en la garganta no me dejaba hablar, con los codos apoyados sobre las piernas sujetaba mi cabeza entre las manos.
- No te acalores, no has perdido ese dinero, tan sólo lo has invertido en seguridad –dándome una palmadita en la espalda.
- ¿Cómo es posible que toleres esto? –grité sollozando.
- Tú no entiendes como funciona esto; los soldados aquí no tienen a su familia, necesitan matar el tiempo con distracciones caras y los gastos se les disparan, por lo que necesitan nuevas fuentes de ingreso, nosotros lo sabemos y lo consentimos para tenerlos contentos y que sigan siéndonos leales, aunque procuramos que no se pasen de la raya.
- No es justo –reflexioné para mí.
- ¡Que le vamos a hacer! Creyeron que eras un delincuente a repatriar, jjepjjepjjepjjep.
- Entiendo, con mi dinero voy a pagar los vicios de tus soldados –dolido, tuve que asumirlo con resignación.
- Míralo de este otro lado, vas a poder regresar a casa en cuanto hayamos solucionado este malentendido, y ellos serán los que velen por tu seguridad.
- Yo de vuelta para casa y Gloria libre, esa es una buena demostración de justicia.
- No es tan sencillo –me corrigió–. Tú repatriado como delincuente para ser juzgado allí –mirándome a los ojos me contestó con gesto serio.
- Esto no puede estar pasándome –la desesperación me provocó una crisis de nervios.
- ¡Tranquilízate! Es la forma más rápida de poder llevarte para casa ileso –agachándose frente a mí, intentaba consolarme.
La situación era surrealista, desde la tranquilidad de mi oficina jamás hubiese imaginado que pudieran pasar cosas como lo que me estaba pasando. Psicológicamente estaba destrozado, la vida empezaba a dejar de tener sentido, me sentía utilizado. Sí, eso era, había sido utilizado, y me habían demostrado que la justicia sólo sirve a los intereses de unos pocos, que campan a sus anchas y la usan contra los demás.
Desde la habitación en la que me habían confinado, tuve tiempo para pensar y urdir un plan, mientras al otro lado de la calle veía como uno tras otro, se iban turnando mis posibles asesinos, aguardando un momento propicio para acallarme y desde el interior del Consulado, nadie hacia nada para impedirlo.









Capítulo X “Sofía”
A las dos semanas de compadreo con el personal del consulado y los militares destacados, no sin grandes dosis de generosidad por mi parte, derrochando parcialmente el dinero que me quedaba, pagando sus pequeños vicios. De este modo no tardé en ganarme la confianza de algunos soldados, Ortega entre ellos, llegando a pasar juntos en mi cuarto largas horas jugando a las cartas, hasta incluso bien caída la noche, bebiendo y fumando todos a mi costa y dejando sustanciosas propinas en partidas que yo podía haber ganado.
La tarde estaba resultando ruinosa para mis reservas, pero sus hígados estaban bien curtidos y aguantaban bien el alcohol. La cabo Ortega llevaba tanto alcohol dentro de su cuerpo que posiblemente de haberle acercado una cerilla a la boca habría salido ardiendo, y sus compañeros no quedaban atrás, en absoluto. Me despedí después de pagar la ingente cantidad de alcohol consumida, dirigiéndome a mi cuarto para despejarme; la cabeza parecía que me iba a estallar y el tiempo pasaba implacable y pesado.
Como tantas otras veces, Ortega apareció en la puerta de mi cuarto con las cartas en una mano y una botella de whisky en la otra y sus dos compañeros de juerga, pero esta vez estaban tan cocidos los tres, que uno de ellos cayó desmallado delante de mí y el otro tuvo que llevárselo de allí, quedándose ella sola apoyada en la puerta, apurando los últimos centilitros de una botella de whisky, dejando caer las cartas al suelo.
- Creo que has bebido demasiado –intenté evitarle problemas mientras recogía las cartas.
- Y ¿qué? Hoy es mi día libre y bebo lo que quiero –refunfuñaba pastosa.
- Te va a sentar mal –le sujetaba la botella mientras ella intentaba llevarla a sus labios.
- Déjame, soy mayorcita –dijo mirándome a los ojos en forma desafiante.
- No bebas más, come algo y charlemos un rato.
- ¿Por qué quieres que hablemos? –preguntó ella mimosa, apoyando su barbilla en mi pecho.
- Porque me caes bien –dije, sin darme cuenta que realmente era cierto.
- Sí, tú también me caes bien, a pesar del pequeño malentendido que tuvimos, jajajajja – Ortega me miraba a los ojos mientras soltaba una sonora carcajada.
- ¿Por qué te hiciste militar? –intenté sacar un tema de conversación.
- ¿De verdad quieres saberlo? –pasándome el brazo alrededor del cuello.
Con voz pastosa dejó la botella en el suelo, cerró la puerta tras nosotros y me llevo hacia la cama empujándome. Caí boca arriba, ella se subió a la cama y gateó hacia mí, hasta que su boca quedó al lado de la mía dejando escapar sobre mis narices, efluvios de su alcoholizado aliento, que hirió mi sensibilidad.
- Sí, claro que quiero saberlo –le contesté aguantando las nauseas que me provocaba ese olor a whisky de garrafa.
Sujetándome con una mano el pecho, se colocó a horcajadas sobre mí, se quitó la gorra dejando suelta una espesa melena rubia que paseó por mi cara; en aquel momento temí por la reacción de ella, no sabía que pretendía de mí, y sentía miedo, quizás fuera una sádica que se alistó por tener facilidad con el gatillo, o peor aún, lo mismo era una psicópata compulsiva, que tiene fobia hacia los hombres y yo era su próxima víctima. De cualquier modo la situación empezaba a ser embarazosa, así que la dejé hacer por temor a contrariarla.
- Porque me gustan los hombres –tapando mi cara con su melena me besó en la boca.
Sin decir nada me dejé llevar, sentía su nauseabundo aliento en mi cuello, pero la sensación que me provocaba no era del todo desagradable, si no, todo lo contrario, hasta que no pude aguantar más a mi hermanito y éste se levantó empujando con fuerza hacia arriba el trasero de la cabo Ortega.
- Vaya, ahí está otra vez. Cuando te cacheé, y lo noté, tuve un presentimiento contigo –siguió succionándome el lóbulo de la oreja y susurrándome al oído.
- ¿Qué presentimiento? –pregunté apabullado ante su imparable progresión de excitantes susurros.
- Que a ti, te ponemos las mujeres –con respiración entrecortada seguía lamiéndome la oreja.
- No creas, estoy casado... –me corté al sentir su mano por dentro de mi pantalón, ya no tenía excusa para negar que me gustaba el masaje
- Yo también lo estuve, pero sólo por apariencia. Uhmm, esto se pone interesante, espero que dure más que la otra vez –con su nariz pegada a la mía, pude ver el deseo en sus ojos.
Estuvimos un buen rato jugando a juegos prohibidos, aunque realmente la que jugó fue ella, yo me limité a dejarme hacer para no contrariarla, hasta que me dejó totalmente seco por dentro, porque por fuera, parecía haber estado horas en remojo. Fue bestial mientras duró, pero después la cosa se torno más bien desagradable; debido al ajetreo del movimiento, se le revolvió el estómago y lo vació encima de mi cama, salpicándome por todas partes.
Le ayudé a incorporarse, aunque en un primer momento rehusaba mi ayuda. Su orgullo, ante una situación tan comprometida, se lo impedía, más si cabe, al estar desnuda, pero apreté su cara junto a mi pecho y acaricié sus cabellos hasta que se calmó. Nos metimos juntos a la ducha porque sus piernas ya no la sujetaban, y como pude le ayudé a lavarse. A pesar de ser un peso muerto, y al ver que no reaccionaba, cerré los ojos y abrí de golpe el agua fría. Un estremecedor escalofrío recorrió su cuerpo, sus dientes empezaron a castañetear, y al poco los míos también. La envolví en una toalla, y la dejé sentada en la taza del water, mientras limpiaba la cama arrojando al suelo la ropa impregnada con sus vómitos. Tarde escasamente un minuto, pero fue el tiempo suficiente para que cuando regresé al baño a por ella, se había dormida donde la dejé, con la cabeza apoyada en el rincón.
Sentado en el bidé contemplaba absorto a Ortega, y no me parecía la ruda soldado de toscos modos, sino más bien una pobre chica que huía de los estereotipos al igual que yo lo hiciera, pero que se sentía anulada por una sociedad ideológicamente asexuada.
En una intensa expiración, al hinchar sus pulmones la toalla calló resbalando por su brazo, dejando al descubierto su desnudez. Por un instante me quedé mirando el formidable cuerpo curtido en gimnasio de la Cabo, y al verla tan indefensa desmadejada sobre su improvisado catre, me enterneció. Como pude la cogí en brazos; por un momento ella abrió los ojos y me sonrió, luego se agarró con fuerza a mi cuello y dejando reposar su cabeza en mi pecho volvió a cerrar los ojos.
Tras depositarla sobre la cama contemplé su cuerpo, estando tentado a acostarme a su lado, pero al final me venció el pudor y tras tapar su desnudez, me dejé caer sobre el sillón. Por la mañana, la luz del alba turbó mi sueño; con todo mi cuerpo dolorido, por la mala postura, me levanté del sillón y fui hacia la Cabo. Por un instante dudé, pero sopesé la posibilidad de volver al sillón o compartir mi cama, y ante la peor de las expectativas intenté despertarla; todo intento fue inútil, entonces pensé en la posibilidad de que alguien pudiera verla desnuda sobre mi cama, así que para evitar interpretaciones y comentarios perjudiciales para ambos, la vestí como pude y la dejé a un lado de la cama, echándome yo al otro lado, para darle a mi cuerpo un merecido descanso.
Me despertaron tarde, ya casi eran las doce del medio día, me giré hacia para despertarla, pero ya no estaba. Respiré aliviado, me duché y salí a ver a la señora Cónsul, pero como en días anteriores me había topado con las mismas excusas del Alpargatas.
- Amigo Ricardo, espero que te traten bien –cada día la misma cantinela y las mismas insinuaciones.
- Sí, la verdad que en mi vida me habían tratado tan bien como aquí. ¿La Cónsul puede recibirme hoy? –preguntaba mecánicamente.
- ¡Ay Bolillo! No seas impaciente, la señora Cónsul está trabajando en lo tuyo, un poco de paciencia –agarrándome por la nuca me besó.
- Pero llevo así veinte días –protesté haciéndome el desentendido.
- Y da gracias que estás aquí, porque si los hubieses pasado en la cárcel te puedo asegurar que no tendrías esos humos –enfurecido al sentirse rechazado.
- Perdona Antonio, estoy crispado –intenté calmarlo.
- Te perdono ladrón, a ver que noche me dejas hacerte una visita –en sus ojos podía ver el deseo, mientras sus manos apuntaban a sus atributos.
- Últimamente no tengo ganas de nada, compréndelo, mucha tensión emocional... –sin dejarme terminar, Antonio me cortó.
- Bueno, espero que antes de que te marches podamos pasar un ratito en tu cuarto hablando de los buenos tiempos que no tuvimos –con su mano abarcó mi paquete y apretaba tirando de ellos hacia arriba.
- Señor Secretario su esposo está en la puerta –cortó la Cabo Ortega, llegando al despacho providencialmente.
- Vaya que inoportuno, perdóname un momento –su rostro se sonrojó en el acto, miró a la cabo Ortega y agachando la cabeza salió hacia recepción.
- ¿No descansabas hoy? –pregunté perplejo a la par que agradecido.
- Así es, pero eso sólo lo sé yo y mi sargento, tenemos que hablar, vamos a la cafetería –con rostro serio me hizo señas con la cabeza para que la siguiera.
- Que providencial ha sido el marido del Secretario –comenté animado intentando intimar con ella.
- En la puerta no hay nadie, date prisa –mirando hacia la puerta me arrastro del brazo con una sonrisa de complicidad.
Salimos como furtivos por la puerta de atrás. Me imagino la cara del Alpargatas al asomarse a la puerta y verse solo, seguro que pensó que su marido lo había pillado flirteando conmigo, pero a mí no me importaba en lo más mínimo, aunque sí sacaría partido de tan interesante información.
Llegamos a la cafetería y Ortega pidió un medio whisky con hielo, yo me quedé mirándola y por unos momentos cruzamos nuestras miradas, pudiendo ver en ella a la persona que hasta ahora no había visto; pedí un café con ron quemado y de nuevo cruzamos miradas, la dureza de su impenetrable rostro había cambiado, su cara se había dulcificado para mis ojos, aunque no me sujetó la mirada.
- Me has librado de un acoso muy pertinaz –le agradecí intentando coger su mano.
- Lo hice porque te lo debía desde el primer día, pero ahora estamos en paz –recelosa apartó su mano.
- ¿Qué tal la cabeza? –comprendí que ella quería guardar su secreto.
- Me va a estallar –confesó cerrando los ojos y echándose hacia atrás en el sillón.
- Anoche bebiste mucho –dije tomando un sorbo de café.
- No recuerdo nada –comentó mirando su vaso.
- Temprano empiezas con la bebida –le reproché en tono de broma, pensando en lo que había dicho.
- Es el analgésico que me hace falta para quitarme este dolor de cabeza –torciendo el labio hacia atrás, elevó la bebida e inclinó la cabeza mirándome fijamente a través del vaso.
- ¿Te preocupa algo? –le pregunté.
- ¿He de preocuparme por algo? –me respondió con otra pregunta, mirándome desafiante.
- No, la verdad es que no lo creo –sentí miedo al notar su mirada.
Por un momento me invadió la sospecha de que ella no fuera consciente de lo ocurrido la noche anterior, o quizás lo disimulaba muy bien, pero esa mirada fría de quién no desea compartir su secreto, la delataba. Cogió su whisky de la mesa y se lo llevó a los labios. Entre tanto llamé al camarero para que trajese la cuenta y tras examinarla minuciosamente.
- Toma, quédate el cambio –le dejé medio lerdo, cogí mi café y di un nuevo sorbo.
- Gracias caballero –llevándose el dedo índice a la frente, el camarero me agradeció el detalle.
- Si sigues tirando así tu dinero nunca vas a conseguir ahorrar –sonreía Ortega.
- Es en lo único en lo que puedo gastarlo –instintivamente se me fue la vista a un botón de su escote que se le había soltado.
- ¿Te gusta lo que ves? –me preguntó maliciosa.
- Eres preciosa –mirándola a los ojos me salió del alma.
Su cara cambió haciéndose abrupta e insondable, se levantó y sin darme explicaciones, miró a su alrededor y marchó dejándose el whisky. Noté como miraba el camarero, e intentando quitar importancia al acto.
- No se acordaba que tiene puerta –dije al camarero, éste asintió con la cabeza y siguió con sus cosas.
Después de tomarme el café no me apetecía estar en la cafetería, así que dentro de mi exigua libertad me fui al último reducto de tranquilidad dentro de mi encierro, mi habitación. Subí despacio las escaleras entre la esperanza de cruzarme con la Cónsul y el temor de encontrarme con el Alpargatas, pero ni una ni otro, así que la cosa quedó en tablas, o mejor dicho, en frustración.
La puerta estaba entreabierta, sin duda se la había dejado la limpiadora así; no le di importancia y cerré la puerta tras de mí. Las persianas estaban muy bajadas y apenas entraba luz, por lo que fui a subirlas un poco, pero al tirar de la cinta note en mi nuca el frío tacto de la muerte.
- Debería pegarte un tiro –la voz seca y rabiosa de Ortega en tono suave me amenazaba.
- ¿Qué te he hecho? –sin comprender lo que sucedía levanté las manos y me quedé paralizado.
- ¿Quieres que me pierdan el respeto? –preguntó furiosa.
- Cuando entraste al despacho del Alpargatas, me di cuenta de lo que en realidad me importas –con las manos en alto me di la vuelta.
- Eres un asqueroso hetero, haría un favor a la sociedad dejándote seco ahora mismo – puso su pistola en mi pecho.
- Dispara ya, no merece la pena vivir la vida de espaldas a los demás –quedé tan decepcionado al escuchar eso de su boca, que no me importaba morir.
Tomé sus manos y llevé la pistola a un costado de mi cabeza, mientras mis labios suplicaban un beso. Ella aseguró la pistola y la apartó, alejándose de mí.
- Estás loco –acusaba sujetándose la frente.
- Loco por ti –sin atreverme a moverme un centímetro de donde estaba.
Por primera vez en la vida abría mi corazón a una mujer distinta de Lucía, a la vez que comprendía que esta vida sin amor, no merece la pena ser vivida. Ella se derrumbó en el sillón, yo la miraba con ternura viendo como se debatía entre los sentimientos y su mundo. Fui hacia ella y arrodillado a su lado la besé en su frente, luego en su rostro, bajé a sus labios y en ellos me recree, hasta que ella me devolvió las caricias enredando nuestras lenguas.
Sin saber bien cómo, terminamos en el mismo sitio donde acabamos la noche anterior, ella en la cama desnuda y yo en el sillón, sólo que esta vez los dos nos mirábamos y en nuestras caras había una chispa que llenaba de ilusión nuestros rostros.
- ¿Cómo te llamas Cabo? –pregunté en tono socarrón.
- Ortega. ¡Señor! –me respondió sonriente en tono marcial.
- En serio, dime tu nombre –suplicaba.
- Nada de esto debe salir fuera de estas cuatro paredes, debes jurármelo –me exigió con un ruego.
- De qué sirve elevar la antorcha del amor, si su luz ha de estar proscrita –me sentía filósofo al mirarla.
- Es la única condición si quieres que sigamos viéndonos –condicionó.
- Cumpliré tus deseos, pero dime cómo te llamas –suplicaba yendo de rodilla junto a la cama.
- Ven aquí Bolillo –me hacía señas con el dedo para que me acercase– Sofía –me susurró al oído.
- No me gusta ese mote, llámame Ricardo –reproché pastoso.
- Bolillo, Bolillo... –me provocaba una y otra vez.
Nuestro amor fue fraguando en la clandestinidad de mi cuarto, y a los pocos días los encuentros se hacían con regularidad. Los días se me hacían larguísimos hasta que aparecía Sofía, que para evitar levantar sospechas, doblaba medio turno y tan sólo acudía de noche a mi cuarto o cuando libraba alguna tarde. Yo por mi parte intentaba entablar amistad con algún soldado compañero de Sofía que a la vez me hiciera de confidente hacia el exterior.
Ya no me corría ninguna prisa marcharme de allí, habían pasado cuatro meses, cuando una llamada a consulta de la señora Cónsul alteró la placidez de mi encierro.
- Por favor siéntese –me ofreció cortésmente una silla.
- Señora Cónsul, usted dirá –dije con indiferencia.
- Vaya, voy a empezar a creer que le gusta nuestra hospitalidad –se burló la señora Cónsul.
- No, por supuesto, digo sí, –balbuceaba como un colegial– lo que quiero decir es que tengo gran interés por regresar a casa con mi hija.
- Ah, claro su hija, pues tengo malas noticias, ni a su hija ni a la mujer que supuestamente la retiene, las han visto por aquí, y lamentablemente su búsqueda habrá terminado en el momento de ser repatriado.
- Esto ¿Cuándo sucederá? –pregunté desconcertado.
- Cuando concluya el juicio que su excelencia la Gobernadora ha acelerado para esclarecer si hubo intencionalidad en el crimen, o fue en defensa propia –expuso sin mirarme a la cara, con las manos extendidas sobre su mesa.
- Esto es increíble, yo no he matado a nadie –protesté impotente.
- Hemos hecho lo que hemos podido, hay varios testigos que aseguran haber visto como le apuñalaba por la espalda –me acusó con frialdad.
- Eso es falso –la impotencia ante tales acusaciones me dejaban destrozado.
- Ricardo Hernández, salga ahora mismo de este despacho y dé gracias a su amigo Antonio por haberle conseguido uno de los mejores abogados de la Isla, y rece por que no se demuestre la intencionalidad, así tan sólo sería repatriado con la condición de no regresar más a este país –airada y de mala gana, me despidió indicándome con su mano la puerta de su despacho– Buenos días.
Bofetada a bofetada me fui dando cuenta de la encerrona que me habían hecho, pero no entendía la falta de comprensión de la señora Cónsul. Como mínimo podía considerar la presunción de inocencia, a fin de cuentas todo reo es inocente hasta que no se demuestra lo contrario.
Esa misma noche un sobresalto veló mi sueño, Sofía entró en mi cuarto y sin apenas hacer ruido me tapó la nariz con la mano y me beso en la boca, impidiéndome respirar durante treinta segundos.
- Mira que tienes mala leche –protesté cuando me soltó la nariz.
- Hay rumores de que te marchas pronto –quiso saber Sofía.
- Sólo son rumores, pero sin mi hija no me marcho –sin darme cuenta me engañaba a mí mismo, mi hija me importaba mucho, pero Sofía también.
- Tengo una muy mala noticia para ti –mordisqueó el lóbulo de mi oreja izquierda.
- Entonces no me la digas –seguía su juego.
- Es sobre Gloria Puch –mencionó provocándome.
- ¿Qué sabes de nuevo? –ese nombre me hizo volver a mi antigua obsesión.
- La señora Cónsul es amiga íntima de la gobernadora y ésta tiene un romance declarado con Gloria Puch... –en su mirada podía ver claramente cierto brillo que me confundía.
- ¿La has visto por ahí? –no la dejé terminar.
- Déjame terminar –contestó enfadada–. Se escuchan rumores de que Gloria está en la casa de verano de la Gobernadora, pero sólo son eso, rumores.
- Y mi hija, ¿está con ella? –el gusanillo paternal se había despertado de nuevo en mí.
- Te acabo de decir que sólo son rumores –me agarró por la nuca y me beso.
Era uno de esos momentos en los que no te apetece nada hacer sexo, pero era tanta la necesidad de información, que para no contrariar a Sofía me dejé llevar, para colmo de mi ansiedad debía esperar a que ella quisiera decirme toda la información de que disponía, pero ella no estaba por la labor y lo había hecho a propósito para dejarme intrigado. Sin darme cuenta me vi envuelto en la vorágine de su frenesí y no tardé en seguir su juego y gozar junto a ella.
Agotado intenté sonsacar de nuevo sobre mi hija, pero ella callada como una losa se limitó a darme un beso y despedirse cariñosamente, guiñándome un ojo.
- Al menos dime algo de mi hija –le supliqué.
- Ciao amor, nos vemos a la noche –me dejó con la palabra en la boca.
Ante los ojos de los demás éramos unos buenos amigos, ella lo disimulaba bien por el día, mientras que por la noche era una auténtica celosa posesiva. Visitaba su posesión para comprobar que aun le pertenecía, que nadie había puesto las manos sobre su trofeo.











Capítulo XI “Asqueado de la vida”
Había tomado una decisión, aunque no sabía como hacerlo. Me quedaban dos mil lerdos y algo de pico, el dinero suficiente para comprar algunas voluntades, y quizás pudiera hacerme oír en alguna alta estancia gubernamental. Tras la charla monólogo a la que me había sometido la señora Cónsul, debía actuar con rapidez dada la premura. No obstante debía ser receloso y moverme dentro de mi entorno más cerrado, desconfiando de aquellos que me habían negado su confianza. El grupo se reducía bastante, así que podía intentar comprar al sargento para que delinquiese por mí, pero éste podría quedarse mi dinero y no hacer nada a cambio; el soldado Ortiz, es quizás el más necesitado de dinero, también el más peligroso por su dependencia del caballo, demasiado inestable para confiar en él; sólo me quedaba Sofía, pero había llegado a quererla de verdad y no me perdonaría si algo malo le pasase por mi culpa. Pase la mañana meditando y se me hizo muy pesada, la verdad que me había levantado muchas más dudas sobre el pequeño círculo de influencia.
En la cafetería, el soldado Robinsón no paraba de mirarme, sin duda quería entablar una conversación. Lástima que durante todo este tiempo él no hubiera intentado el mínimo acercamiento, que me hubiese dado la confianza suficiente para confiarle mi encargo, ya que sin la menor duda él era con mucho el más capacitado, por su aspecto hercúleo y su despreciable carencia de escrúpulos. Daba auténtico miedo mirarle; su siniestro aspecto y corpulenta figura, ocultaban seguro a un asesino nato.
- Hola, ¿te apetece algo? –le pregunté invitándole a sentarse a mi lado.
- Un vodka con lima –pidió al camarero.
- No hemos tenido muy buenas relaciones desde que llegué –le afirmé.
- Quizás ahora que Ortega se marcha, podamos cerrar una buena amistad –me insinuó con voz espesa.
Por unos momentos me quede sin habla, miraba mi café dándole vueltas una y otra vez. Robinsón sin saberlo me había dado un mazazo. Sofía no me comentó nada a pesar de nuestra relación tan íntima, y ocultarme algo tan importante para los dos, creo que decía mucho de ella en su contra, a no ser que no quisiera despedidas largas y esperase hasta el último momento para decirme algo.
Robinsón me miraba insinuante, era lastimoso ver como me tiraba los tejos, si él hubiera conocido mis gustos de seguro no habría perdido el tiempo, pero necesitaba apoyo dentro del consulado y más ahora, si era verdad que se marchaba Sofía.
- No me dijo nada Ortega. –insinué despectivamente.
- Es un bicho, demasiado reservada, hay que tener mucho cuidado con ella –insinuó Robinsón mientras sorbía un trago.
- Y ¿Cómo es que se va? –quise saber sin mirarle a los ojos para no delatar mi frustración.
- Se le acabó el contrato y no quiso renovar, se licencia el viernes, incluso antes si le quedan vacaciones o días sueltos.
- Habrá que hacerle una despedida –insinué sorbiendo un traguito de café.
- No creo que quiera nadie –dijo poniendo cara de pocos amigos.
- La verdad, tienes razón, no merece la pena hacer nada, sólo piensa en ella –intenté ganar su confianza dándole la razón.
- ¿Ves? Tú mismo, el día que llegaste, intento limpiarte, y seguro que algo te limpió –bebió de nuevo un trago de su vaso sin dejar de mirarme.
Detecté en sus preguntas un cierto interés por confirmar algunas sospechas que tenía sobre Sofía; seguramente no les dio nada del dinero que me limpió, pero no me importaba, por lo menos a mí, aunque a estos energúmenos seguramente no les haría gracia enterarse de la verdad. Tome un sorbo de café y mirando hacia la puerta como el que no quiere dar importancia al tema.
- La verdad es que me devolvió todo el dinero, gracias al señor Secretario, eso sí, pero me devolvió todo –era la primera mentira que decía por ella y no me sentía en absoluto engañado.
- ¿Por qué la defiendes si no es verdad? –acusó con desafiante mirada.
Me sentí pillado no sabía si había repartido algo o no con sus compañeros, así que mejor mantenía mi postura.
- En eso no tengo que defenderla, me devolvió todo el dinero, porque no le quedó más remedio –no me atrevía a mirarle a la cara, aunque sabía que eso podría interpretarlo como que algo quería ocultar.
- ¿Qué te ha prometido? –siguió interrogándome.
- No entiendo –no comprendía a dónde quería llegar.
- Sí, ¿Qué te ha prometido? ¿Que va a hacer por ti? –siguió insistiendo.
- Ella no me ha prometido nada –al mirarle vi en sus ojos un gesto de desconfianza que me puso en guardia– Yo me dejo ganar algún dinero a las cartas, a cambio intento sonsacarle algo del exterior, así no me siento tan encerrado.
- ¿Seguro? –bebió otro sorbo y mirándome a los ojos– Si aún necesitas un confidente, y no te importa gastar tu dinero, puedes contar conmigo para lo que sea –era obsceno solo pensar en la proposición, aunque tentadora.
- Muy interesante tu oferta, y ¿hasta donde estarías dispuesto a llegar? –tanteé para conocer sus intenciones.
- Soy un mercenario –gesticuló y ladeó ligeramente la cabeza hasta que sus cervicales emitieron un chasquido.
- Comprendo ¿Cuánto me costaría eliminar a alguien molesto? –seguí tanteándole.
- Depende de a quién y de cuánto estarías dispuesto a pagar –respondió con la frialdad de quien habla de trabajo.
- Es bueno tener amigos como tú –levanté mi taza y tomé el último sorbo.
Por un lado no podía fiarme de una persona que se ofrece de esa manera tan abierta, y por otro lado tampoco tenía a nadie en quien confiar, sobre todo después de la patada que me había dado Sofía ocultándome su marcha. Estaba metido en una jaula abierta en la que muchos lobos acechaban fuera, e incluso dentro también podía haberlos, sin nadie en quien confiar debía andar con mucho cuidado, y el dinero era la única baza que me quedaba para salir con vida de allí.
- ¿Puedo tomarme otro de estos? –preguntó Robinsón al ver mi intención de marcharme.
- Por supuesto, camarero otro de estos y la cuenta –pedí levantándome de mi butaca.
- Te vas pronto, aún no hemos llegado a conocernos bien –me dijo en tono amenazador.
- Sí, tengo que hacer una siesta, me la pide el cuerpo –pagué y salí de la cafetería sin mirar hacia atrás.
En mi cuarto, tumbado sobre la cama incapaz de dormirme, pude ver pasar toda mi vida. Empezaba a asquearme todo lo que me estaba pasando. Mi Gobierno no hacía nada por ayudarme a encontrar a mi hija, y me retenía prisionero sin dar crédito a mi inocencia. En el mejor de los casos, me iban a soltar como un proscrito, mientras la verdadera criminal estaba suelta por ahí mofándose de mí a costa de mi hija.
Cogí el fardo de billetes que me quedaban y tomé la decisión de pagar a Robinsón para que encontrase a mi hija. Con mi hija al lado, a las autoridades no le quedaría más remedio que cumplir la orden internacional y devolvérmela. La frustración más absoluta llenó mi vida, cuando empecé a contar los billetes. El mundo se me vino encima, alguien me había dado el tocomocho. Los primeros billetes eran reales, pero los centrales eran papeles, bien disimulados, pero sin valor alguno. Mis sospechas se centraban en Sofía, la muy lagarta me había limpiado de nuevo, pero esta vez apenas me había dejado cien lerdos. Por un momento me sentí acorralado pensando en la traición de Sofía, repitiéndome a mí mismo, que sin dinero, aquí dentro la vida iba a cambiar mucho de ahora en adelante para mí.
Enfurecido salí en busca de Ortega. Recorrí palmo a palmo todos los rincones del Consulado a los que podía acceder, y cuanto más tiempo pasaba e iba preguntando por ella, la carga de la cruda realidad más aplastaba mis hombros. Tenía la firme convicción de que ella, ya no estaba. Sufría más por su falta que por su traición. Había marchado sin despedirse siquiera y cobrando todos y cada uno de sus servicios a un precio muy alto, dejándome allí tirado a mi suerte. Era un sentimental, después de una traición tan rastrera, y mi corazón lloraba por su ausencia. En esos momentos difíciles fue cuando pensé en Juan Pedro, sentía vergüenza por no haberle llamado en cuatro meses. Cogí el teléfono y lo puse encima de la cama, descolgué el auricular y pulsé el primer número, el segundo no llegué a marcarlo colgando de nuevo el auricular.
Sentado sobre la cama mirando el teléfono pasé un buen rato buscando una excusa por la que no le había llamado antes, pero todas que se me ocurrían eran pobres y difíciles de creer, así que intenté armarme de valor e improvisar sobre la marcha. Tomé el auricular y esta vez sí que marqué.
- Diga –sonó en el auricular.
- ¿Juan Pedro? –pregunté nervioso al no reconocer la voz.
- Se ha equivocado –contestaron desde el otro lado del teléfono.
- ¿No es Juan Sinoret, veinticinco, puerta doce? –Pregunté convencido de no haberme equivocado.
- Sí. ¡Ah! Usted pregunta por el dueño –dijo resuelto.
- ¿Quién es usted? –preocupado quise saber quién me hablaba.
- ¿Y usted? –me contestó con la misma pregunta.
- Soy el marido de Juan Pedro –contesté airado convencido de una infidelidad en mi propia casa.
- Ya. Yo soy el nuevo inquilino. Juan Pedro le dejó un paquete para cuando viniese –dijo algo más tranquilo.
- ¿Cómo? –extrañado no comprendía.
- Que Juan Pedro le dejó una caja. Hace dos meses que la tengo –puntualizó algo molesto.
- Pero a usted, quién le ha alquilado el apartamento –ya no podía asimilar más sorpresas.
- Su marido –dijo tajante.
- Me haría un favor –pregunté desconcertado.
- Si no es mucha molestia –me contestó de modo que no me garantizaba el recado.
- Puede mandármela a esta dirección –sofocado fui dictándole los datos de la dirección del consulado.
- ¡Huy! Que va, que va –sin dejarme terminar de dictarle me colgó el teléfono.
Un nudo en el estómago no me dejaba respirar, Juan Pedro me había dejado, Sofía también, sólo me quedaba la esperanza de regresar con mi hija, pero ni aún eso lo veía posible; con ese dinero apenas podría aguantar un mes, y seguramente cuando se diesen cuenta todos que ya no me quedaba dinero, no se acercarían a mí, y estaría solo. La vida me había dado la espalda, tan solo me quedaban las falsas esperanzas de repatriación que la señora Cónsul había dejado caer. Ya nada me sujetaba a este mundo, así que me di el plazo de una semana para que se cumpliera lo prometido por la señora Cónsul, si en ese plazo no avanzaba en ningún sentido, mi vida no valdría nada.
Pasé toda la tarde en mi cuarto dando vueltas a mi cabeza, siempre se me cruzaba la misma idea, una y otra vez veía la posibilidad de seducir al Alpargatas, y así costearme la estancia sin dejar traslucir a los demás mi verdadera situación económica.
Por la mañana intenté a la desesperada hablar con el Alpargatas, pero me esquivó continuamente, así que las pocas esperanzas que me quedaban se truncaron de golpe. Decaído me encerré en mi cuarto y sólo salí para comer; estaba abocado a convertirme en una persona socialmente inadaptada y yo ponía mucho de mi parte para que esto fuera así. Huía de los demás y buscaba la soledad para no delatar mi escasez de recursos.
Durante cuatro días estuve encerrado en mi cuarto y cada día que pasaba me hundía más y más en mi propio fango. Los que antes se arrimaban a mí, poco a poco fueron despegándose al ver mi poca disposición por invitarles; el Alpargatas cogió vacaciones y desapareció del Consulado, seguramente para no tener que cruzarse conmigo, por los pasillos; la señora Cónsul tampoco estaba. Me sentía abandonado dentro de un enorme palacete repleto funcionarios. Empezaba a sentirme incómodo en el papel de convidado de piedra.
Faltaban dos días para que expirase el plazo que me di. Había hecho un buen trabajo conmigo mismo. Los cinco días después de la marcha de Sofía, habían sido eternos. Tan solo me restaban esas horas para negarme la oportunidad de seguir luchando por Nieves, llegando a convencerme que eso sería lo mejor para todos, incluso para mi hija. Depresivo y sin futuro cierto, por primera vez desde que había llegado al Consulado, pensaba en regresar a casa y olvidarme de todo.
Capítulo XII “Adiós amigo”
La noche caía como una losa sobre mí. Incapaz de conciliar el sueño había pasado horas mirando el teléfono, con la ilusión de que alguien se acordaría de mí, pero como las otras noches, nadie llamaba, ni venía a mi cuarto.
Sofía había hecho un buen trabajo conmigo y, yo la superé, consiguiendo transformar un desahuciado en un despojo humano, ya tan sólo me quedaba salir a la calle y esperar ese tiro de gracia que llevaba mi nombre...
- ¿Ricardo? –llamaron desde el otro lado de la puerta.
- ¿Quién es? –pregunté sin moral para recibir a nadie.
- Soy Robinsón, tengo un negocio que puede interesarte –me gritó desde el otro lado de la puerta.
- Ahora no me encuentro bien, pasa mañana –contesté desganado.
- Es muy importante, es sobre tu hija –puntualizó llamando mi atención.
- Es muy tarde –miré el reloj y marcaban las cuatro de la mañana.
- Están todos dormidos, es la mejor hora –dijo Robinsón con voz nerviosa .
- Espera que me vista, y te abro –intentaba calmarme para que no viera mi estado de dejación.
Emocionalmente apagado no esperaba ninguna noticia buena, no obstante ya no tenía nada que perder, así que fui hacia la puerta. Un ruido seco y pesado que se escuchó al otro lado me hizo retroceder, luego acerqué el oído a la puerta y no se escuchaba nada, esperé unos segundos y seguía igual, pensé que Robinsón sólo quería sacarme dinero y se había cansado de esperar. Me acosté y apagué la luz. Encogido sobre la cama, esperé guarecido por el silencio de la noche, a que la luz del día me devolviera a la prisión sin rejas de los largos pasillos del Consulado.
Unos golpetazos en la puerta me hicieron saltar de la cama sobresaltado. Me había quedado dormido y no esperaba a nadie.
- ¡Abre la puerta! –la voz conocida del Alpargatas me hizo reaccionar.
- ¡Voy! –al abrir la puerta vi el cuerpo de Robinsón tirado en el suelo con la cabeza sobre un charco de sangre, de pie a su lado, varios soldados acompañaban al Alpargatas– ¿Qué ha pasado? –pregunté horrorizado.
- ¿Has oído algo esta noche?
- No... –no quise involucrarme.
- Al parecer tienes un ángel de la guarda, abajo hay otro más como éste.
- Dios, no me encuentro bien... –se me revolvían las tripas al ver la cabeza reventada de Robinsón.
Perdí por unos instantes el conocimiento, y para cuando lo recobré estaba en la enfermería del Consulado con una bolsa de hielo picado sobre mi nuca. El Alpargatas estaba a mi lado sujetando el hielo, la verdad que me sentí reconfortado al verle. Al girar la cabeza, vi la sombra en contra luz de dos hombres. Para cuando mis ojos se habían adaptado a la luz pude reconocer a uno de ellos. El horror volvió a mi mente. La cara de ese policía me había atormentado durante dos años, pero ahora ya nada me importaba. El odio que llegué a tener hacia él, se había convertido en indiferencia, giré la cara hacia quien consideraba mi amigo y sujeté su mano.
- Tranquilo todo ha pasado, al parecer un antiguo conocido tuyo, Ignacio Losada, conocido capo, vino ayer para hacerte un regalo en forma de plomo, pero no contó con la heroica defensa del soldado Robinsón, quién dio su vida por defender la tuya –el Alpargatas apretaba mi mano.
- Señor si está dispuesto, nos gustaría que nos acompañara para hacerle unas preguntas –la voz del policía sonaba calmada, muy distendida.
- ¿Es necesario? –quise saber.
- Necesario no, pero ayudaría a esclarecer algunos aspectos de la investigación.
- ¿Se me acusa de algo? –pregunté nervioso.
- Por favor señor, nada de eso, simplemente es mero formulismo –dijo sonriente el policía.
- Si no les importa desearía contestar a sus preguntas aquí –dije mirándole a los ojos, y al ver su rostro me di cuenta que no me recordaba.
- Como desee –por un instante dudo el policía– ¿Conocía a Ignacio Losada?
- Tuve esa desgracia. Llegué aquí en busca de mi hija que fue secuestrada por la pareja de su madre –expliqué consternado.
- Espere señor, hay algo que no me cuadra –se quedó pensativo–. La niña es hija suya, y la madre estaba casada con la mujer que dice la ha secuestrado.
- Sí –afirmé tajante.
- Señor aquí las leyes son claras al respecto, no hay secuestro en este caso, el padre renuncia de la paternidad de las hembras que es asumida por la pareja de la madre.
- No acepté ceder la paternidad –dije molesto ante tantas suposiciones infundadas del policía.
De nuevo, comencé a contar la historia de mi vida desde el principio, saltándome el apartado aquel en que ese mismo policía me había torturado para obtener una declaración que no era verdad. Comenté las órdenes de busca y captura que recaían sobre Gloria Puch, y el sólo hecho de mencionar ese nombre, hizo que la aptitud de los policías cambiase radicalmente.
- Bueno señor, creo que es suficiente con esto, estaremos en contacto –se despidió el policía sin ganas de seguir escuchando.
Miró a su compañero y haciendo una señal se despidió de los funcionarios, a mí ni siquiera me miró, se dio la vuelta y se perdió por el pasillo. Una vez más noté que el nombre de Gloria daba temor.
- Bueno Bolillo tengo buenas noticias para ti... –dijo sonriente.
- A ver, sorpréndeme –le corté.
- Al desaparecer de escena el principal testigo de la acusación, el caso queda sobreseído –dijo apretando mi mano.
- ¿Quién ha desaparecido? –pregunté ofuscado.
- Vaya, aún no te lo hemos dicho, el otro cadáver era el de Losada, lo encontramos seco en el recibidor del consulado.
- No entiendo nada –la cabeza me daba vueltas y sentía un fuerte dolor en la nuca.
- Mira bolillo, a título personal, pero que no salga de entre nosotros. Losada pagó a Robinsón para que te liquidara, pero algo salió mal y se mataron entre ellos, esa es la versión interna. La oficial, Robinsón impidió tu asesinato en un acto de heroísmo –comentó en voz baja pegado a mi oído.
- Comprendo –con rostro apesadumbrado sentía rabia por dentro.
- Mañana mismo vuelves a casa campeón, yo mismo te llevaré al aeropuerto –con cara de alegría se le notaba aliviado por librarse de mí.
- ¿Y mi hija? –intentando incorporarme.
- No está aquí, puedes seguir buscando la aguja en otro pajar, pero no en esta isla, no en este país, aquí no volverán a darte un visado –afirmó con rotundidad.
No sabía si estar contento o todo lo contrario, a mí me largaban a casa como a un apestado, y a Gloria la mantenían allí viviendo a cuerpo de rey, impune y protegida por el mismo Consulado que me daba la espalda, mientras, no sabía que suerte podía correr mi hija.
Decaído me encerré en mi cuarto y no abrí a nadie. Con un chichón en la cabeza y menos de cien lerdos en el bolsillo empezaba a pensar que este mundo no era precisamente para los justos. Lamentando mi suerte, deseé no haber perdido la confianza en las personas, aunque por la experiencia vivida, me sería muy difícil recuperar la fe en este mundo de lobos, en el que los corderos sólo servimos de carnaza para la jauría. Empezaba a comprender porque a los justos nos habían legado el consuelo de la religión, que nos ofrecía un paraíso y un reino superior, sin dolor, sin celos ni odios, lleno de riquezas y sobre todo, sin poderosos. Estaba claro que los fuertes se reservaban el mundo real y a los débiles nos relegaban al mundo espiritual, puesto que en este mundo los humildes solemos pasar por él, sin pena ni gloria.
Un sobresalto me hizo recordar la pésima situación en la que quedaría si no recuperaba mi trabajo. Salir de mi cuarto a toda prisa, dirigiéndome a las oficinas administrativa, desde allí intenté recuperar mi puesto, alegando que no había sido voluntad mía haber permanecido cuatro meses en Kalao, pero cuando entregué los papeles para que los cursasen por fax, llegó el Alpargatas, los miró y sonriéndome los rompió delante de mí. No entendía nada, al ver su sonrisa me subió el tono de las mejillas, teniéndome que contener para no saltar encima suyo. Al verme tan nervioso, sacó de su bolsillo un sobre cerrado y me lo entregó.
No pude por más que gritar de alegría, tras comprobar que dentro de la carta se hallaba la contestación afirmativa del ministerio. Ahí tuve que agradecer a la señora Cónsul su apoyo en las diligencias, puesto que ya las había tramitado Antonio en su nombre, aunque poco más podía agradecerle.
Temprano muy de mañana el Alpargatas llamó a mi puerta. Somnoliento encendí la luz y miré el reloj, pensando. “No tiene humanidad este hombre” Eran las tres de la madrugada y apenas había dormido dos horas.
- Levanta gandul, tienes poco más de dos horas para el embarque –gritó golpeando la puerta.
- En media hora salgo –contesté adormilado.
- Te espero abajo –dio un golpecito en la parte baja de la puerta y se escuchó el taconeo de sus zapatos alejándose.
No cabía duda, en el Consulado había un interés muy especial en mandarme de vuelta para casa. Estaba confundido, indeciso e incapaz de pensar claramente. Lo cierto es que esta era la última oportunidad que se me ofrecía de volver a casa, y debía sopesar seguir golpeándome contra un muro de silencio y mentiras, o volver a casa y olvidar a mi hija. En estos cuatro meses y pico, me había dado cuenta que Nieves era muy importante para mí, pero no imprescindible, igual que había superado mi obsesión por Lucía, con el tiempo lo haría con Nieves.
Con Sofía descubrí que había más mujeres, y que para encontrarlas, tan sólo tenía que salir del armario públicamente, porque está claro que la publicidad es la base del comercio, o aplicándolo a relaciones personales, el conocimiento es la madre del entendimiento.
Faltaban cinco minutos del tiempo que me habían dado para bajar y todavía no me había vestido, así que a toda prisa me asee y vestí como pude. Descuidado y mal alineado cogí mi maleta y bajé al vestíbulo, allí me estaba esperando el Alpargatas con una amplia sonrisa.
- Venga campeón, serás el primero en embarcar –con su mano derecha sujetaba la puerta mientras con la otra me ofrecía pasar.
- ¿A qué hora sale el avión? –pregunté ante la premura del Alpargatas.
- Tranquilo que no lo pierdes –comentó en tono socarrón.
Con la cabeza baja asentí y me dirigí hacia el coche oficial del Consulado, tomé asiento y por última vez miré el edificio que había sido mi residencia durante poco más de cuatro meses, y en el que había pasado alguno de los momentos más intensos de mi vida: sufriendo humillaciones; conociendo amor, odio y deseo, de la misma persona al mismo tiempo; sufriendo traiciones por parte de las personas en las que más había confiado. Aunque esto último ya lo había conocido de manos de Lucía.
Recorríamos con excesiva parsimonia la avenida central de la Isla, y pasamos por delante del Palacio de la Gobernadora, que resultaba hermoso bajo la luz de los focos que iluminaban sus ornamentos y fachadas. Todo estaba tranquilo, las luces de los jardines iluminaban el verdor de la avenida. El chofer no parecía tener prisa en dejarme en el aeropuerto y el Alpargatas se lo recriminó por tres veces, a pesar de ello no le hizo caso; las calles que por el día estaban abarrotadas de coches y eran imposibles transitar, ahora se mostraban solitarias ante nosotros, y paradójicamente no circularíamos a más de treinta kilómetros por hora.
La casualidad quiso que a través de mi ventanilla entreabierta se colase una enorme mariposa nocturna. Asustado por el insecto me agaché entre el asiento delantero y el trasero y agité los brazos intentando asustarla, cuando algo golpeó contra el cristal y lo perforó impactando contra el pecho del Alpargatas, quien dio un grito de dolor y se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta. Yo no entendía nada pero al ver sangre en su pecho, me asusté.
- ¡Pise el acelerador! Creo que le han disparado al Señor Secretario –intenté hacer reaccionar al chófer.
- No se mueva –el chofer paró el coche y girándose hacia mí, me encañonó con un revolver.
Al notar como detenía el coche, mil sospechas me vinieron a la mente y todas apuntaban al chofer. Asustado le miraba con recelo. Él se buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta, y aproveché para lanzarme sobre él. Sin darle tiempo a martillar el revolver con el que me apuntaba, le golpee con fuerza en la traquea con mi codo y conseguí que tirase el arma. Si esperar más encomiendas, salté fuera a través de la ventanilla de Antonio, cobijado junto al coche busqué una dirección hacia la que salir huyendo. Antonio malherido sacó un sobre de su bolsillo y con los últimos soplos de aliento lo arrojó a mi lado.
- Toma, cuídate –fueron sus últimas palabras.
Recogí el sobre y salí corriendo hacia una esquina oscura tras la que buscaba refugiarme. El chofer con la mano en el cuello abrió la puerta del coche para ir tras de mí, pero al salir el coche estalló. Una llamarada envolvió el coche por completo arrojándome al suelo violentamente; como pude me arrastre hasta guarecerme tras la esquina. Había perdido por completo el sentido de la orientación, un fuerte zumbido azotaba mis oídos y el miedo atenazaba mis piernas.
El instinto de supervivencia me hizo correr alejándome de aquel lugar, pero el desconocimiento de la zona me hacía muy vulnerable. Me resultaba extraño que horas antes hubiera deseado la muerte y ahora al verla pasar tan cerca, me aferraba a la vida con desesperación. Me quedaba la esperanza de que quien disparó contra el Alpargatas, no me hubiese visto salir del coche, pero aunque así fuera no tenía mucho tiempo. Todo el mundo en la Isla podía considerarme como hostil, y tenía en el aeropuerto una cita ineludible que cumplir, si quería salvar la vida.
Atemorizado, no me quedaban fuerzas para huir, así que oculto tras una esquina me fui deslizando por la pared hacia los puntos más oscuros, en un último intento por sobrevivir. Que ironías tiene el destino, cuando mi vida no peligraba, sin Nieves no le daba ningún valor, e incluso había pensado en quitármela, y ahora que había llegado el momento de que alguien quería arrebatármela, mi instinto de conservación me obligaba a protegerla, dejando de lado a mi hija.
Un ruido me alertó, las piernas no me sujetaban y mi corazón bombeaba a ritmo exagerado. Temblando doblé la rodilla en el suelo, miraba hacia la calle iluminada y una sombra apareció dibujada en el suelo. El miedo no me dejaba moverme atenazando mis piernas, con mi mano tanteé una puerta que cedió al ser empujada. Sin pensarlo dos veces, entre en el oscuro patio y cerré la puerta tras de mí, me volví de espaldas a la puerta rezando para que pasara de largo. Un ruido al fondo del patio me alerto, pero no vi nada e intenté tranquilizarme; agazapado tras la puerta intentaba escuchar los ruidos de la calle. El silencio era casi absoluto, respiré tranquilo y dejé la vista perdida en la oscuridad del patio, entonces, una ascua incandescente desdibujó un rostro. Era la bocanada de un cigarrillo, y sin duda tras ese cigarrillo había alguien que me había visto. Sin saber qué decir guardé silencio y esperé un rato. Los dos en silencio y a oscuras aguardamos a que el otro hiciera un movimiento.
- ¿Cómo se llega al aeropuerto? –pregunté entre las sombras al cabo de un rato.
- Usted hombre que preguntar por Losada. Ser afortunado, vivido mucho tiempo –retumbó la voz en la oscuridad.
Esa voz me sonaba, pero no podía ponerle rostro, máxime cuando todos los lugareños tienen el mismo acento.
- ¿Nos conocemos? –escudriñaba en la oscuridad esperando otra bocanada del cigarrillo que iluminase de nuevo su rostro.
- ¿Cuánto dinero tener? –preguntó interesadamente.
- Unos cien lerdos... –respondí dudando de la cantidad real.
- Por esa cantidad yo venderte hijo –ofreció dando una nueva bocanada que volvió a iluminar su rostro.
- Me suena su cara –creyendo conocer el dueño del rostro oculto.
- Sí, una vez hablar conmigo, buena propina, nunca olvidar –volvió a decir dando nuevas pistas.
A mi mente llegó el recuerdo de aquel anciano que me ofreció los servicios de jovencitos en la agencia de Losada.
- ¿Por qué quieres venderme a tu hijo? –algo más tranquilo, quise interesarme.
- Patrón muerto, no trabajo para mí –concluyó.
- ¿No puede trabajar tu hijo? –sentía curiosidad por la situación en que Losada les había dejado tras su muerte.
- Hijo muy pequeño, todavía no servicios turistas.
- ¿No tienes más familia? –horrorizado intenté comprender su filosofía de la vida.
- Marido morir joven, yo no querer complicar más. Hijos ya grandes trabajar para ellos –fue explicándome.
- ¿No tienes hijas? –pregunté sin ánimo de ofenderle.
- Algunas chicas hacer guarradas con hombres pervertidos, yo solo ofrecer chicos. ¿Hacer negocio conmigo? –volvió a ofrecerme mientras se ponía en pie.
- No me interesa tu hijo, pero sí te daré veinte lerdos, si me llevas al aeropuerto y otros veinte si me haces entrar por la terminal de cargas.
- Hombre mucho peligroso, cincuenta por llevar y hacer entrar aeropuerto. ¿Hay trato? –fue su ultimo ofrecimiento.
- Está bien, pero ha de ser ahora –le apremié.
- Esperar aquí –con gestos de sus manos me pidió calma.
A oscuras sentía los pesados pasos del anciano subiendo las escaleras, y tras la puerta el ruido de sirenas quebraba la tranquilidad de las calles. En la oscuridad de aquel patio podía sentir, como los latidos del corazón sonaban con fuerza dentro de mi pecho. Tomé una bocanada del aire enrarecido por el cigarrillo del anciano y me puse en pie esperando a que bajase de nuevo. La luz de la escalera y patio se encendieron. El corazón parecía salirse de mi pecho, y a falta de una hora para la salida del avión no dejaba de mirar el reloj. Mis prioridades habían cambiado, volcándose todas en salvar la vida, a fin de cuentas, pensé. “¿Para qué le sirve un padre muerto a una hija huérfana?” Por fin aparecieron las piernas del anciano acompañado por una chica.
- Esta ser Mailin, chica muy fuerte –sujetando su brazo derecho mostró su bíceps.
La chica hizo una pequeña reverencia y cogió un pequeño biplaza tirado por una motocicleta a la que hacía funcionar un pequeño motor que apenas sobresalía del plato. Sin mucho escándalo salió a la calle y tras ver que estaba despejado, con una señal nos invitó a que fuéramos con ella.
La hora se acercaba, ya mi esperanza se centraba en un posible retraso en el vuelo. Los nervios me dominaban por completo. Mis manos temblaban como las de un anciano con parkinson y mis labios resecos eran incapaces de articular palabra alguna.
El anciano hablaba con la chica en su lengua nativa, y por el tono parecía apremiarla para que fuese más deprisa. Al cabo de poco más de media hora de aguantar el infernal ruido de ese motor, se divisaba el aeropuerto. La chica en un último esfuerzo ayudó con los pedales para subir un pequeño repecho que daba acceso al aeropuerto y se dejó caer por la cuesta que llevaba directamente a la terminal de cargas. Al llegar unos empleados de seguridad nos franquearon la entrada.
- Da diez lerdos a trabajadores aeropuerto –me sugirió el anciano.
- Diez, toma. Tengo que ir en el vuelo de la Whit navi a Opana con escala en Lowchan –comenté al anciano dándole el dinero.
Después de regatear un rato, el anciano regresó a mi lado y me pidió sus cincuenta lerdos, los conté a escondidas y se los di bajo mano para evitar que nadie pudiera vernos. El anciano se dirigió hacia los empleados habló con ellos y les dio unos billetes a cada uno, no sé cuanto dinero dejaría de ganar en su negocio, pero los empleados quedaron satisfechos y me acompañaron directamente al avión en un carro de carga. La lista de embarque se había cerrado, y el vuelo se había cubierto con pasajeros de otras compañías. Los auxiliares de abordo estaban retirando las escaleras, los vi y grite desesperado para que me esperasen. Llegué extenuado, e incapaz de hacerme entender por ellos, así que chapurreando algo en su idioma les enseñé el billete. No querían hacerme caso, e inconscientemente eché mano del bolsillo, y les ofrecí los lerdos que encontré arrugados en los bolsillos, a pesar de su desgana insistí y se los entregué bajo mano, junto con mi pasaporte y el billete de avión. El auxiliar se quedó pensativo mirando hacia la pista; sacó el pasaporte, comprobó el billete en su lista original, y a través del interfono del avión habló con alguien.
Chorreando por el esfuerzo de la carrera y con la voz entrecortada, en un mal aprendido lenguaje de andar por casa, que me enseñaron en el Consulado, suplicaba me dejasen embarcar. El auxiliar me devolvió el sobre con el pasaporte y se guardó el billete en el bolsillo, rogándome por señas que le acompañase, colocándome en uno de los asientos libres de la tripulación y me abrochó el cinturón. Sin decir nada agradecí gesticulando, y con reverencias de cabeza agradecí cuando menos el haberme dejado ocupar el pequeño asiento plegable, que había adosados al fuselaje.
Por fin el avión despegó, y fue entonces cuando me sentí nacer de nuevo, a pesar de que no estaría seguro hasta que el avión tomase tierra en destino. Apenas habían pasado tres cuartos de hora y el auxiliar me pidió por gestos que me levantase y le acompañara.
- Perdone ¿Dónde he de ir? –gesticulando y con aspavientos de manos intente hacerme entender.
- Por favor –me indicó con gestos que le siguiera.
Le seguí hasta atravesar el avión de cabeza a cola, llegando a un asiento vacío. Al lado había una mujer con su hija y al verla con la niña en brazos me sentí obligado con ella, comprendiendo que el asiento me lo había cedido ella, quizás por insistencia del auxiliar. Con mucho cuidado esquivé a la señora y agradeciéndole el detalle me senté.
- Muchas gracias señora, si quiere puedo llevar yo encima a la niña –me ofrecí a entretener a la niña en agradecimiento por el asiento.
- Está bien así –se dirigió la señora al auxiliar que con una sonrisa se marchó– Ha estado cerca.
Por un instante me quedé helado al oír esa voz, esperé a que se marchase el auxiliar y con cara de pocos amigos lancé una mirada desafiante a la mujer. Ella con el dedo índice bajo su nariz y cruzando su boca me indicaba silencio.
- Relájate, ¿no saludas a tu hijita? –con sus manos elevó a la niña– Nieves, mira a papá.
- Papi me compas chulis –fueron las primeras palabras con su media lengua que había oído de mi hija.
No sabía qué decir o qué hacer; verlas allí a las dos me habían llenado por completo, y esas palabras de mi hija me habían tocado la fibra. Me quedé mudo e inmóvil, comprendía que realmente la había juzgado mal.
Ante mi falta de decisión, Sofía tomó la iniciativa; me puso a la niña encima y sujetándome la cara con sus dos manos me besó en los labios.
- Por favor ¡Qué asco! –exclamó un señor que estaba en el asiento del lado ventanilla, poniendo cara de repulsa.
- Es mi hermana, hace mucho que no nos vemos –expliqué al vecino de asiento.
- Ya empezaba a dudar que cogieses el avión –con la frialdad que la caracterizaba, me lanzó una mirada desafiante.
- ¿De dónde sacaste a la niña? –quise saber sin llegar a asimilar lo que estaba viviendo.
- La niña necesitaba aires nuevos, por eso la saqué... –mirando a su alrededor– chusss, cuando tomemos tierra te lo cuento –cerró los ojos, tomó una pastilla y simuló dormirse.
Sujeté con fuerza a Nieves que miraba la pantalla de vídeo medio dormida. No quería dormirme, tan sólo deseaba a su lado maximizar el momento, recuperando todo el tiempo que me había perdido sin ella. Olía sus cabellos y uno a uno los besaba, y como estrellas fugaces por cada pelo de su cabeza, pedía un mismo deseo que susurraba en su oído, “que nadie más nos separe”, y así seguí susurrando a su oído hasta que se durmió.
Miré de reojo a Sofía mientras besaba la cabecita de Nieves, intentando averiguar si ella dormía realmente o simplemente se hacía la dormida para evitar mis preguntas. Estiré mi mano en busca de la suya y la apreté y aflojé repetidas veces, pero no observé ningún cambio de gestos en su cara. Realmente parecía dormida, al igual que la mayor parte del pasaje. No quería dormirme, deseaba disfrutar de Nieves, sentirla en mis brazos, oír su respiración, protegerla.
No sabía porque lo había hecho, pero todos mis malos pensamientos hacia ella se desvanecieron. La miraba de reojo y soñaba despierto imaginándola como una heroína de videojuego, pasando pruebas y matando malos; imaginaba también a los malos retorciéndose de rabia. Sonreía satisfecho, recreando en mi mente la soberbia irracional de esas mujeres que tanto sufrimiento me habían producido.
Soñaba regocijándome con todas sus maquinaciones frustradas, todo el poder de la señora Gobernadora y de la señora Cónsul burlados; por primera vez en casi nueve meses me sentía realmente feliz. La miraba y para mí pensaba “Realmente es una mujer admirable”.
Un escalofrío recorrió mi espalda desde la nuca hasta la rabadilla. La posibilidad de que mis fantasías sobre Sofía fueran realidad, hicieron que me replanteara las más oscuras sospechas sobre su salud mental. La duda de que fuera ella la que me salvara la vida la noche pasada empezaba a cobrar sentido; el sueño profundo se podía justificar con la falta de sueño por velar mi seguridad, el tinte rojizo en sus cabellos y las gafas de sol, seguramente no estaban así por un cambio de imagen, sino para disfrazar su apariencia.
El dinero que debía haber gastado en liberar a mi hija, justificaba la desaparición de mis lerdos. Tenía claro que lo cogió para pagarse documentación falsa con la que salir del país, o para sobornar algún funcionario que hiciera la vista gorda.
Por mi mente pasaron las imágenes de Robinsón, del Alpargatas, de Losada. ¿Cuántos muertos más habría? ¿Qué tipo de monstruo era? ¿Habría matado, o mandado matar muchos más? Por unos instantes sentí miedo, pero al volver a mirar la serenidad de su rostro no me pareció ese monstruo que imaginaba. Así que desee creer que habría usado mi dinero para pagar a alguno de su confianza que velara por mí, y para comprar información sobre el paradero de Nieves y su liberación. Sí, realmente su rostro me decía eso, o por lo menos eso quería creer.
Cuando despertase Sofía, debería agradecerle todo lo que había hecho por mí. Se había involucrado poniendo su vida en peligro. Había renunciado a su identidad y hasta quería creer que todo lo había preparado ella; sólo de pensarlo, se me saltaron las lágrimas. Intenté buscar un pañuelo en mi bolsillo para enjugarme y sonarme, pero con Nieves encima, resultaba sumamente complicado. Al tirar de la punta del pañuelo, el sobre que me había dado el Alpargatas calló sobre las piernas de Nieves. Por unos instantes la curiosidad desvió mi atención y abrí el sobre, sacando una nota de Antonio, que leí angustiado por el recuerdo de su trágico final: “Querido amigo, si estás leyendo esta nota, es porque todo ha salido bien. Ha sido un placer haber podido ayudarte, por cierto dale un beso de mi parte a tu hija y a quién tú sabes y espero que seáis felices los tres. ”
Empezaban a encajar las piezas. Siempre el Alpargatas había estado de mi parte, y él me cuidaba; Sofía había sido la encargada de velar por mi seguridad por encargo del Alpargatas, por eso esas timbas hasta altas horas, por eso sus ausencias diurnas, seguramente ocupada en localizar a Nieves. Esas muestras de rudeza conmigo delante de sus compañeros. Que ironía, el Alpargatas había pagado mi seguridad con mi dinero, para no levantar sospechas. Y yo ajeno a lo que se estaba cociendo. Que bien me había engañado el cabronazo, y que razón tenía en desconfiar de los demás. Lástima que recibiera esa bala con mi nombre...




Capítulo XIII “Soy libre”
Pasaron las horas y el comandante anunció que sobrevolábamos un territorio que yo consideraba amigo, fue entonces cuando me embriagó un sentimiento de paz como nunca había sentido. Volví a coger la mano de Sofía y la bese con ternura, ella abrió los ojos y me sonrió.
- Ya queda poco amor –le dije besando de nuevo su mano.
- ¿Qué hora es? –me preguntó.
- No lo sé pero está amaneciendo –respondí mirando por la ventanilla.
- ¿Y en Kalao? –miró su reloj y susurró– Casi las dos de la tarde.
- Sí. Esa hora tengo ¿Para qué quieres saberlo? –pregunte intrigado.
- Abróchate el cinturón y sujeta a la niña –ordenó en voz baja– voy al aseo.
El cinturón lo llevaba abrochado, así que sujeté con fuerza a Nieves. Desde el despegue apenas me había movido en todo el viaje y las piernas las tenía agarrotadas. Entre la postura continuada para no molestar a Nieves y la estrechez de los asientos, mis extremidades parecían inertes. El vecino de al lado me miraba de reojo y no dejaba de carraspear. Los auxiliares venían ofreciendo café y pastas, haciendo un ruido infernal con las portezuelas del carrito, y entre tanto guirigay, Nieves se despertó.
- Café y donuts por favor –pidió Sofía a los auxiliares desde atrás, los esquivó y se sentó.
- ¿Café? –me ofreció el auxiliar.
- Sí. Solo, gracias y para la niña... –mirando a Sofía dudé.
- Leche con cacao y un bollo –contestó Sofía por mí.
- A mí un cortado por favor –solicitó el vecino del lado ventanilla.
La auxiliar estiró el brazo para alcanzarle el cortado al señor del lado ventanilla, cuando el avión descendió bruscamente, volviendo a nivelarse al cabo de unos segundos, pero para entonces el cortado y el cacao de Nieves estaban empapando el traje del vecino de al lado. Nieves al ver la cara airada del señor como insultaba al auxiliar, soltó una sonora carcajada, y se tapó la boca. Mi café lo hacía también por encima de mí, pero por suerte Sofía tuvo reflejos y lo sujetó.
- ¿Qué pasa? –pregunté al auxiliar preocupado.
- Calma –contestó el auxiliar en tono tranquilizador, moviendo sus manos con las palmas abiertas hacia abajo..
La sonería de cabina dio tres zumbidos y se escuchó la voz del comandante.
- Señoras y señores viajeros, les habla el comandante, por problemas técnicos vamos a realizar un aterrizaje no previsto en el aeropuerto de Obama, por favor abróchense los cinturones –repitió el comandante en varios idiomas.
Miré a Sofía y su rostro sereno me tranquilizó. Comprobé el cinturón y sujeté a la niña con mis manos entrecruzando mis dedos. No tenía miedo a volar pero estaba asustado, no sabía que podía haber pasado.
En quince minutos el avión tomó tierra y de nuevo se escuchó la voz del comandante.
- Les habla el comandante, por favor permanezcan en sus asientos mientras revisamos los circuitos, los auxiliares les mantendrán informados.
Miré a Sofía y su palidez me asustó, sus labios amoratados y su cabeza desmadejada me hicieron pensar en lo peor, dejando a Nieves en el suelo intenté hacerla reaccionar, pero por más que intentaba reanimarla, ella no respondía.
- Por favor un médico –pedí desesperado ante mi impotencia.
Como pude me quité el cinturón, dejé a Nieves en el asiento e intenté hacerla reaccionar. Toda mi atención estaba ahora en Sofía, mientras seguía pidiendo un médico desesperadamente, le tanteé dándole golpecitos en su mano, pero no reaccionaba, le quité el cinturón y como pude la tumbé en el suelo. Me encontraba perdido sin saber que hacer, entonces de entre los pasajeros gritó uno.
- Soy médico, déjenme pasar –mientras gritaba intentaba abrirse paso entre los curiosos.
Se acercó a Sofía le tomó el pulso y controló sus pupilas. Enseguida le desabrochó la blusa, se colocó a horcajadas sobre ella, le sujetó la lengua y tapándole las narices, le insuflo aire por la boca, con gestos pidió que nos apartásemos y comenzó a hacerle masaje cardíaco. Sentí temor por Sofía, y sentí temor por mí. No quería perderla.
- Pidan una ambulancia deprisa –ordenó el médico.
El auxiliar salió corriendo hacia la cabina y el comandante con un walki en la mano vino hacia nosotros, la miró y pidió una ambulancia a la torre de control. Sofía no reaccionaba y temí por ella.
La ambulancia no tardó en llegar. La bajamos como pudimos, y a pesar de la insistencia del comandante para que nadie más abandonase el avión, Nieves, el doctor y yo, bajamos con ella. No queríamos separarnos de Sofía y marchamos en la ambulancia.
Nada más ponerse en marcha la ambulancia, el médico le inyectó un suero verdoso y milagrosamente al poco de abandonar el aeropuerto Sofía se recuperó, y ante el asombro de los camilleros, al abrir las puertas de la ambulancia, Sofía agarró nuestras manos y salió por su propio pie tirando de nosotros, seguida por el médico.
- Gracias, soy médico. Ha sido un pequeño desmayo, nada importante –nuestro desconocido salvador se justificaba ante los camilleros.
Nos alejábamos de la ambulancia, mientras los camilleros incrédulos nos pedían regresar, pero cuanto más gritaban ellos, Sofía más corría alejándonos de allí.
- Gracias Nicola. –se despedía Sofía familiarmente del médico estrechando su mano.
- ¿Qué te ha pasado? –le pregunté incrédulo sin comprender las familiaridades con el médico.
- El beso del ángel –respondió sin darle mayor importancia.
- No entiendo –excusaba mi ignorancia.
- Es una droga que en su dosis justa reduce las constantes vitales, es inocua y no deja huellas –dijo ella sin mirarme.
- ¿Por qué? –pregunte, esperando una respuesta, mientras caminábamos.
- Tu hija es pólvora caliente, está registrada como Victoria Quino, hija de la Gobernadora de Kalao, la habrán echado en falta a la hora de comer, por eso tuve que manipular el piloto automático antes que la maquinaria diplomática se pusiera en marcha. Aquí estamos a salvo por el momento, nadie sabe donde estamos ahora, y dentro de unas horas nadie podrá localizarnos –fue explicando sin bajar el ritmo.
- Desde el principio me has protegido ¿Verdad? –quise confirmar mis sospechas.
- Me lo ordenó el señor Secretario –contestó resuelta.
- Nos dispararon cuando íbamos al aeropuerto –comenté con tristeza en mi voz.
- Que bueno que mi hombre sea una persona de recursos –sonreía agarrada a mi cintura.
- Explotó el coche y el Alpargatas murió –comenté incapaz de mirarla a los ojos.
- Si no hicieron regresar el avión, es porque te creen muerto –por unos instantes se quedó seria.
- Me vieron unos funcionarios del aeropuerto –confesé preocupado.
- Entonces estamos en peligro, hemos de darnos prisa –cogió en brazos a Nieves, y me arrastro de la mano.
Boquiabierto me dejé arrastrar por Sofía sin saber muy bien hacia donde nos dirigíamos, aunque no tardé mucho en comprender que íbamos a coger un autobús. Incapaz de desenvolverme solo, me dejaba llevar y allí estaba esperando a que ella sacase los billetes, cuando un coche irrumpió a toda velocidad en los andenes de los autobuses. Sofía me hizo señas para que corriera hacia la sala de espera y obedecí sin preguntar.
Cuatro hombres bajaron del coche y fueron corriendo hacia donde estábamos nosotros. Sin decir nada seguí a Sofía que se dirigía a la estación de intercambio del metro y, nos mezclamos entre la multitud de viajeros que llenaban la estación. Conseguimos con gran esfuerzo, esquivar a la ingente masa de trabajadores que aguardaban coger el metro, pudiendo colocarnos en primera fila. Sofía sujetándome por el brazo, con semblante serio.
- Quítate la chaqueta –ordenó mirando por encima de mi hombro.
- ¿Qué quieren esos hombres?¿Quiénes son? –preguntaba acobardado mientras me quitaba la chaqueta.
- Nos han localizado. Uno de nosotros tiene oculto un localizador satélite –iba diciendo esperando a que parase el metro que estaba entrando en la estación.
Sin darme la oportunidad de pensármelo dos veces, me empujó dentro del vagón y aguardó a que arrancase sin dejar de mirar al andén. Era temprano pero el metro iba muy concurrido. Un hombre llamó la atención de Sofía.
- Ir hacia la otra punta –me dijo mientras ella no dejaba de mirar hacia atrás.
- ¿Nos siguen? –quise saber preocupado por el largo brazo de Gloria.
- Tú sigue caminando, no hables con nadie hasta que llegues al último vagón, ya te avisaré cuando tengamos que cambiar de línea –con la mano forzó mi cabeza obligándome a seguir mirando al frente, mientras daba las instrucciones.
En un momento me dio la sensación de que ella se había quedado rezagada en una curva, pero estaba tan asustado que seguí sus instrucciones al pie de la letra y seguí con Nieves hasta el final del convoy. Al llegar comprobé asustado que no estaba Sofía detrás de nosotros e intenté localizarla a lo largo de los vagones; al cabo de un rato apareció al fondo por el pasillo y respiré profundamente, lanzando un suspiro al expirar que me salió del alma.
Tras varios cambios de línea bajamos en una que daba a un centro comercial; medio arrastras nos condujo hacia una zona de saldos y ante mi asombro y el de los pocos clientes que había en la tienda, comenzó a desnudarse dejando su ropa esparcida por los pasillos, según se iba poniendo la nueva, hasta que alarmadas por lo inusual de la situación, acudieron dos dependientas junto a ella.
- ¿Podemos ayudarla en algo? –se ofrecieron algo confusas ante tal comportamiento.
- Sí, vayan guardándome las etiquetas –según cogía la ropa, arrancaba las etiquetas y se las daba a ellas– ¿A qué esperas? –me insistió Sofía para que hiciese lo propio.
- ¿La niña? –pregunté sorprendido.
- Ponle cualquier cosa –dijo sin inmutarse mientras seguía con su faena.
No entendía el porqué de su comportamiento, pero me había demostrado que sabía lo que se hacía. Tal era mi confusión que dejé mi rubor de lado y en menos de cinco minutos había renovado por completo mi vestuario y el de Nieves, ropa interior incluida. Sofía pagó en efectivo, recogiendo una bolsa con la ropa usada que le ofreció una de las dependientas. Despojándonos de nuestros relojes, guardamos todo en la bolsa y esperamos a que pasara el primer convoy de metro. Entramos situándonos en cola y tras comprobar que nadie nos seguía, Sofía dejó olvidada la ropa en una papelera del vagón, apeándonos poco después.
- A partir de ahora somos ciudadanos de la comunidad occidental, aquí nadie podrá hacernos daño –cogió en brazos a Nieves que se había divertido mucho en ese juego de cambios de ropas y me dio la mano.
- ¿Por qué estás tan segura? –dudé por un momento.
- La policía de todo el mundo buscará a Marta Müller y a Victoria Quino, no a Sofía Ortega ni a Nieves Hernández, debes hacerte una prueba de paternidad en cuanto puedas y llevarla siempre encima junto a los papeles de la custodia –me recomendó encarecidamente.
Cada vez estaba más anonadado viendo el entretejido que había montado el Alpargatas y Sofía, verdaderamente la había infravalorado y me fascinaba cada vez más, llegando a sentir una atracción febril por ella. No sabía donde estábamos, pero no me importaba porque estaba seguro que ella controlaba la situación.
- Me estás dejando asombrado ¿Cómo puedes saber tanto? –la bese mirándola a los ojos.
- ¡Despierta! –exclamó chasqueando los dedos, mientras sonreía –los agregados a cuerpos diplomáticos somos agentes de inteligencia, deberías saberlo.
- No lo sabía –contesté sorprendido– ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Yo. Recuperar a Sofía Ortega –contestó con una de sus mejores sonrisas– ¿Y después? –dudó por un instante mirándome a los ojos.
Su rostro cambió volviéndose inexpresivo. Yo la miré a los ojos, solté de la mano a Nieves y rodeando con mis brazos su cintura volví a repetir su pregunta.
- Y después ¿Qué vamos a hacer? –dije en tono meloso.
Por unos instantes se quedó mirándome fijamente a los ojos, se quitó unas lentillas de color y dejó al descubierto sus preciosos ojos azules.
- Después... –por un momento guardó silencio y me miró a los ojos.
En medio de una gran plaza abarrotada de gente, se colgó de mi cuello y comenzó a besarme. Estábamos dando un espectáculo digno de críticas; Nieves ajena a lo que la rodeaba, nos miró y dándonos la espalda siguió asustando a las palomas dando pataditas al aire.
- Pueden multarnos por escándalo público –susurré bromeando–¿Ahora qué vamos a hacer?
Sin decir nada, Sofía me miró a los ojos, volvió a sonreír. Cogió con suavidad la mano de Nieves y devolviéndome la mirada, pasó su otra mano por mi cintura apoyando su cara en mi hombro.
- Eso depende de lo que vosotros queráis –sonrió y dando una patadita a un vaso de plástico miró al suelo esperando mi contestación.
No quise preguntar más porque en el fondo la quería, y a veces la ignorancia da más felicidad que el conocimiento.
Agarrados por la cintura con Nieves sentada sobre mis hombros, marchábamos en dirección a la estación del ferrocarril. Mientras caminábamos volvieron a mi cabeza los recuerdos de lo que había dejado atrás, y en mi vida anterior. Recordaba los buenos momentos vividos con Juan Pedro, y la voz del inquilino que él me había colocado, seguramente ofuscado por un ataque de rabia, celos, o simplemente por un deseo de venganza.
Atrás íbamos dejando las miradas escandalizadas de las gentes con las que nos cruzábamos. Nos veían como aberraciones de la naturaleza, pero ahora era realmente feliz y no me importaba que la gente conociera el motivo de mi felicidad.
Nos miramos sonreímos y ante la mirada de incomprensión de todos cuantos nos rodeaban, nos besamos. Dejamos correr en ese beso, toda la pasión que encerraban nuestros reprimidos corazones. Nieves aplaudía complacida, ajena a lo antinatural de nuestro amor, haciéndome reaccionar y comprender, que había llegado el momento de reconocer públicamente mis sentimientos hacia Sofía.
- Podéis murmurar, hipócritas –dije mirándoles con el mismo desprecio que nos dedicaba.
- Sinvergüenzas –dijo un señor mayor escupiendo al suelo.
Tragué saliva y dando un fuerte suspiro grite a los cuatro vientos mirando a quienes nos acusaban con sus repulsivos gestos
- Me gustan las mujeres, lo reconozco. Estoy enamorado y deseo conocer la felicidad envejeciendo a su lado. Pero que conste –puntualicé aseverando con el dedo índice apuntando a las gentes de mí alrededor–. Somos mentes libres, prisioneras de nuestros cuerpos por vuestra intolerancia...